Archivos diarios: 21 agosto, 2015

19/08/2015 – BENEDICTO XVI REGALA UN PAR DE SUS VIEJOS ZAPATOS ROJOS

BENEDICTO XVI REGALA UN PAR

DE SUS VIEJOS ZAPATOS ROJOS

ZAPATOS QUE ÉL NO USA DESDE EL 28 DE FEBRERO DE 2013

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Zapatos donados por Benedicto XVI

FUENTE: www.express.de

El Papa Emérito ha sido invitado a participar en una campaña benéfica que recogerá alrededor de 15.000 zapatos de ciudadanos de Colonia, (Alemania). La asociación benéfica ha llamado a la iniciativa, «Mis zapatos son buenos». Uno de los promotores de la iniciativa, Ivonne Willicks,tuvo la idea de invitar a su gran compatriota y S.E.R. D. Mons. Georg Gänswein, secretario personal de Benedicto XVI, ha sido el contacto.

Los zapatos donados son los utilizados por Benedicto XVI, durante la XX Jornada Mundial de la Juventud, precisamente, celebrada en Colonia.

Los llamados «zapatos papales» son rojos en referencia a la sangre de la Pasión de Cristo y de los mártires que siguieron su ejemplo.

Después de la renuncia, Benedicto XVI ha rechazado seguir utilizando los zapatos rojos, reservando su uso al Pontífice activo que, en caso de que lo deseara, podría usarlos como signo de su Ministerio Petrino.


Andrea hace una pregunta sobre «moda»: ¿Por qué el Papa utiliza zapatos rojos?

GEORG GÄNSWEIN: La sotana del  Santo Padre es blanca pero todos sus accesorios son de color rojo: la capa, el sombrero, la capa corta y los zapatos. Todo es rojo porque es el color del martirio y San Pedro, del cual el Papa es el sucesor, es mártir. Y también por el rojo es el color del amor ardiente, el color del fuego del Espíritu Santo.

Pope Benedict XVI private secretary Geor

Estrato del libro: Perchè il Papa porta le scarpe rosse?

(2007)

07/03/2012 – EL SILENCIO DE JESÚS (AUDIENCIA GENERAL)

ESCUELA DE ORACIÓN

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro

Miércoles 7 de marzo de 2012

EL SILENCIO DE JESÚS

«Vídeo en Italiano»

Queridos hermanos y hermanas:

En una serie de catequesis anteriores hablé de la oración de Jesús y no quiero concluir esta reflexión sin detenerme brevemente sobre el tema del silencio de Jesús, tan importante en la relación con Dios.

En la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini hice referencia al papel que asume el silencio en la vida de Jesús, sobre todo en el Gólgota: «Aquí nos encontramos ante el “Mensaje de la cruz” (1 Co 1, 18). El Verbo enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha “dicho” hasta quedar sin palabras, al haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada para sí» (n. 12). Ante este silencio de la cruz, san Máximo el Confesor pone en labios de la Madre de Dios la siguiente expresión: «Está sin palabra la Palabra del Padre, que hizo a toda criatura que habla; sin vida están los ojos apagados de aquel a cuya palabra y ademán se mueve todo lo que tiene vida» (La vida de María, n. 89: Testi mariani del primo millennio, 2, Roma 1989, p. 253).

La cruz de Cristo no sólo muestra el silencio de Jesús como su última palabra al Padre, sino que revela también que Dios habla a través del silencio: «El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada. Colgado del leño de la cruz, se quejó del dolor causado por este silencio: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt 27, 46). Jesús, prosiguiendo hasta el último aliento de vida en la obediencia, invocó al Padre en la oscuridad de la muerte. En el momento de pasar a través de la muerte a la vida eterna, se confió a él: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”(Lc 23, 46)» (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 21).

Getty

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La experiencia de Jesús en la cruz es profundamente reveladora de la situación del hombre que ora y del culmen de la oración: después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, debemos considerar también el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina.

La dinámica de palabra y silencio, que marca la oración de Jesús en toda su existencia terrena, sobre todo en la cruz, toca también nuestra vida de oración en dos direcciones.

La primera es la que se refiere a la acogida de la Palabra de Dios. Es necesario el silencio interior y exterior para poder escuchar esa Palabra. Se trata de un punto particularmente difícil para nosotros en nuestro tiempo. En efecto, en nuestra época no se favorece el recogimiento; es más, a veces da la impresión de que se siente miedo de apartarse, incluso por un instante, del río de palabras y de imágenes que marcan y llenan las jornadas. Por ello, en la ya mencionada exhortación Verbum Domini recordé la necesidad de educarnos en el valor del silencio: «Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente» (n. 66). Este principio —que sin silencio no se oye, no se escucha, no se recibe una palabra— es válido sobre todo para la oración personal, pero también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, las liturgias deben tener también momentos de silencio y de acogida no verbal. Nunca pierde valor la observación de san Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt – «Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen» (cf. Sermo 288, 5: pl 38, 1307; Sermo 120, 2: pl 38, 677). Los Evangelios muestran cómo con frecuencia Jesús, sobre todo en las decisiones decisivas, se retiraba completamente solo a un lugar apartado de la multitud, e incluso de los discípulos, para orar en el silencio y vivir su relación filial con Dios. El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por lo tanto, la primera dirección es: volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra de Dios.

Además, hay también una segunda relación importante del silencio con la oración. En efecto, no sólo existe nuestro silencio para disponernos a la escucha de la Palabra de Dios. A menudo, en nuestra oración, nos encontramos ante el silencio de Dios, experimentamos una especie de abandono, nos parece que Dios no escucha y no responde. Pero este silencio de Dios, como le sucedió también a Jesús, no indica su ausencia. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del rechazo y de la soledad. Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de nosotros que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de nuestra vida. Él enseña a los discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6, 7-8): un corazón atento, silencioso, abierto es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce en la intimidad, más que nosotros mismos, y nos ama: y saber esto debe ser suficiente. En la Biblia, la experiencia de Job es especialmente significativa a este respecto. Este hombre en poco tiempo lo pierde todo: familiares, bienes, amigos, salud. Parece que Dios tiene hacia él una actitud de abandono, de silencio total. Sin embargo Job, en su relación con Dios, habla con Dios, grita a Dios; en su oración, no obstante todo, conserva intacta su fe y, al final, descubre el valor de su experiencia y del silencio de Dios. Y así, al final, dirigiéndose al Creador, puede concluir: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5): todos nosotros casi conocemos a Dios sólo de oídas y cuanto más abiertos estamos a su silencio y a nuestro silencio, más comenzamos a conocerlo realmente. Esta confianza extrema que se abre al encuentro profundo con Dios maduró en el silencio. San Francisco Javier rezaba diciendo al Señor: yo te amo no porque puedes darme el paraíso o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres Tú.

Encaminándonos a la conclusión de las reflexiones sobre la oración de Jesús, vuelven a la mente algunas enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica: «El drama de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender su oración, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos a la santidad de Jesús nuestro Señor como a la zarza ardiendo: primero contemplándolo a él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente cómo acoge nuestra plegaria» (n. 2598). ¿Cómo nos enseña Jesús a rezar? En el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica encontramos una respuesta clara: «Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro» —ciertamente el acto central de la enseñanza de cómo rezar—, «sino también cuando él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación» (n. 544).

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Recorriendo los Evangelios hemos visto cómo el Señor, en nuestra oración, es interlocutor, amigo, testigo y maestro. En Jesús se revela la novedad de nuestro diálogo con Dios: la oración filial que el Padre espera de sus hijos. Y de Jesús aprendemos cómo la oración constante nos ayuda a interpretar nuestra vida, a tomar nuestras decisiones, a reconocer y acoger nuestra vocación, a descubrir los talentos que Dios nos ha dado, a cumplir cada día su voluntad, único camino para realizar nuestra existencia.

A nosotros, con frecuencia preocupados por la eficacia operativa y por los resultados concretos que conseguimos, la oración de Jesús nos indica que necesitamos detenernos, vivir momentos de intimidad con Dios, «apartándonos» del bullicio de cada día, para escuchar, para ir a la «raíz» que sostiene y alimenta la vida. Uno de los momentos más bellos de la oración de Jesús es precisamente cuando él, para afrontar enfermedades, malestares y límites de sus interlocutores, se dirige a su Padre en oración y, de este modo, enseña a quien está a su alrededor dónde es necesario buscar la fuente para tener esperanza y salvación. Ya recordé, como ejemplo conmovedor, la oración de Jesús ante la tumba de Lázaro. El evangelista san Juan relata: «Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Y dicho esto, gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”» (Jn 11, 41-43). Pero Jesús alcanza el punto más alto de profundidad en la oración al Padre en el momento de la pasión y de la muerte, cuando pronuncia el «sí» extremo al proyecto de Dios y muestra cómo la voluntad humana encuentra su realización precisamente en la adhesión plena a la voluntad divina y no en la contraposición. En la oración de Jesús, en su grito al Padre en la cruz, confluyen «todas las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación… He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la oración en la economía de la creación y de la salvación» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2606).

Queridos hermanos y hermanas, pidamos con confianza al Señor vivir el camino de nuestra oración filial, aprendiendo cada día del Hijo Unigénito, que se hizo hombre por nosotros, cómo debe ser nuestro modo de dirigirnos a Dios. Las palabras de san Pablo sobre la vida cristiana en general, valen también para nuestra oración: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).


Saludo del Santo Padre al Sínodo de los armenios

Queridos hermanos y hermanas, deseo ahora saludar, con fraterno afecto, a Su Beatitud Nerses Bedros XIX Tarmouni, Patriarca de Cilicia de los armenios católicos, y a los obispos llegados a Roma de varios continentes para la celebración del Sínodo. Les expreso sincera gratitud por la fidelidad al patrimonio de su venerable tradición cristiana y al Sucesor del apóstol Pedro, fidelidad que siempre los ha sostenido en las innumerables pruebas de la historia. Acompaño con la oración ferviente y con la bendición apostólica los trabajos sinodales, deseando que favorezcan aún más la comunión y el entendimiento entre los pastores, de forma que sepan guiar con renovado impulso evangélico a los católicos armenios por los senderos de un generoso y alegre testimonio de Cristo y de la Iglesia. Encomendando el Sínodo Armenio a la materna intercesión de la santísima Madre de Dios, extiendo mi pensamiento orante a las regiones de Oriente Medio, animando a todos los pastores y fieles a perseverar con esperanza en los graves sufrimientos que afligen a esas queridas poblaciones. Que el Señor os bendiga.


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Saludos

Saludo a los fieles de lengua española, en particular a los peregrinos de la Diócesis de Ciudad Obregón, así como a los provenientes de España y Latinoamérica. Invito a todos a aprender de Cristo el modo que tiene de dirigirse a Dios, para comprender mejor su voluntad y así llevarla a la práctica. Muchas gracias.

2010 – MONSEÑOR GEORG GÄNSWEIN SOBRE LA XX JMJ DE COLONIA EN 2005

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Urbi et Orbi

MONSEÑOR GEORG GÄNSWEIN

SOBRE LA XX JMJ DE COLONIA EN 2005

ESTRATO DEL LIBRO URBI ET ORBI

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«El primer Viaje Apostólico del Papa Benedicto XVI fuera de Italia fue en Alemania, después de haber sido elegida por su antecesor Juan Pablo II para la Jornada Mundial de la Juventud. Y así el Papa divisa «un amoro gesto de reconciliación» en la circunstancia de que éste, su primer viaje fuera de Italia, se desarrollara en su patria, en particular en Colonia, ciudad a la que se ligan tantos de sus recuerdos personales.

El Papa y los jóvenes, procedentes de todo el mundo, se transmiten visiblemente la alegría y el entusiasmo desde el primer encuentro, cuando el Papa costea la ciudad a bordo del barco «Rhein Energie», la energía del Rin: un nombre, sin duda, acertado.

Junto al encuentro con los jóvenes, otras citas están particularmente en el corazón del Papa: la visita a la Catedral de Colonia, el encuentro con la comunidad judía en la Sinagoga, el encuentro ecuménico con los representantes de otras Confesiones Cristianas y la audiencia a los delegados de algunas comunidades musulmanas».

MONSEÑOR GEOR GÄNSWEIN

Benedetto XVI «Urbi et Orbi, Con il Papa a Roma e per le vie del mondo»

2010

Para recordar la XX Jornada Mundial de la Juventud en Colonia, pincha aquí.