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01/02/2006 – HIMNO A LA GRANDEZA Y BONDAD DE DIOS

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de febrero de 2006

Pope Benedict XVI gestures during his we

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HIMNO A LA GRANDEZA Y BONDAD DE DIOS

Queridos hermanos y hermanas:

1. Acabamos de orar con la plegaria del salmo 144, una gozosa alabanza al Señor que es ensalzado como soberano amoroso y tierno, preocupado por todas sus criaturas. La liturgia nos propone este himno en dos momentos distintos, que corresponden también a los dos movimientos poéticos y espirituales del mismo salmo. Ahora reflexionaremos en la primera parte, que corresponde a los versículos 1-13.

Este salmo es un canto elevado al Señor, al que se invoca y describe como «rey» (cf. Sal 144, 1), una representación divina que aparece con frecuencia en otros salmos (cf. Sal 46; 92; 95; y 98). Más aún, el centro espiritual de nuestro canto está constituido precisamente por una celebración intensa y apasionada de la realeza divina. En ella se repite cuatro veces —como para indicar los cuatro puntos cardinales del ser y de la historia— la palabra hebrea malkut, «reino» (cf. Sal 144, 11-13).

Sabemos que este simbolismo regio, que será central también en la predicación de Cristo, es la expresión del proyecto salvífico de Dios, el cual no es indiferente ante la historia humana; al contrario, con respecto a ella tiene el deseo de realizar con nosotros y por nosotros un proyecto de armonía y paz. Para llevar a cabo este plan se convoca también a la humanidad entera, a fin de que cumpla la voluntad salvífica divina, una voluntad que se extiende a todos los «hombres», a «todas las generaciones» y a «todos los siglos». Una acción universal, que arranca el mal del mundo y establece en él la «gloria» del Señor, es decir, su presencia personal eficaz y trascendente.

Pope Benedict XVI salutes the believers

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2. Hacia este corazón del Salmo, situado precisamente en el centro de la composición, se dirige la alabanza orante del salmista, que se hace portavoz de todos los fieles y quisiera ser hoy el portavoz de todos nosotros. En efecto, la oración bíblica más elevada es la celebración de las obras de salvación que revelan el amor del Señor con respecto a sus criaturas. En este salmo  se  sigue exaltando «el nombre» divino, es decir, su persona (cf. vv. 1-2), que se manifiesta en su actuación histórica:  en concreto se habla de

  • «obras»,
  • «hazañas»,
  • «maravillas»,
  • «fuerza»,
  • «grandeza»,
  • «justicia»,
  • «paciencia»,
  • «misericordia»,
  • «gracia»,
  • «bondad» y
  • «ternura».

Es una especie de oración, en forma de letanía, que proclama la intervención de Dios en la historia humana  para  llevar a toda la realidad creada a una plenitud salvífica. Nosotros no estamos a merced de fuerzas oscuras, ni vivimos de forma solitaria nuestra libertad, sino que dependemos de la acción del Señor, poderoso y amoroso, que tiene para nosotros un plan, un «reino» por instaurar (cf. v. 11).

3. Este «reino» no consiste en poder y dominio, triunfo y opresión, como por desgracia sucede a menudo en los reinos terrenos, sino que es la sede de una manifestación de piedad, de ternura, de bondad, de gracia, de justicia, como se reafirma en repetidas ocasiones a lo largo de los versículos que contienen la alabanza.

La síntesis de este retrato divino se halla en el versículo 8:  el Señor es «lento a la cólera y rico en piedad». Estas palabras evocan la presentación que hizo Dios de sí mismo en el Sinaí, cuando dijo:  «El Señor, el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad» (Ex 34, 6). Aquí tenemos una preparación de la profesión de fe en Dios que hace el apóstol san Juan, cuando nos dice sencillamente que es Amor:  «Deus caritas est» (1 Jn 4, 8. 16).

4. Además de reflexionar en estas hermosas palabras, que nos muestran a un Dios «lento a la cólera y rico en piedad», siempre dispuesto a perdonar y ayudar, centramos también nuestra atención en el siguiente versículo, un texto hermosísimo:  «el Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (v. 9). Se trata de palabras que conviene meditar, palabras de consuelo, con las que el Señor nos da una certeza para nuestra vida.

A este propósito, san Pedro Crisólogo (380 ca. 450 ca.) en el Segundo discurso sobre el ayuno:  «»Son grandes las obras del Señor». Pero esta grandeza que vemos en la grandeza de la creación, este poder es superado por la grandeza de la misericordia. En efecto, el profeta dijo:  «Son grandes las obras de Dios»; y en otro pasaje añade:  «Su misericordia es superior a todas sus obras». La misericordia, hermanos, llena el cielo y llena la tierra. (…) Precisamente por eso, la grande, generosa y única misericordia de Cristo, que reservó cualquier juicio para el último día, asignó todo el tiempo del hombre a la tregua de la penitencia. (…) Precisamente por eso, confía plenamente en la misericordia el profeta que no confiaba en su propia justicia:  «Misericordia, Dios mío —dice— por tu bondad» (Sal 50, 3)» (42, 4-5:  Discursos 1-62 bis, Scrittori dell area santambrosiana, 1, Milán-Roma 1996, pp. 299. 301).

Así decimos también nosotros al Señor:  «Misericordia, Dios mío, por tu bondad».


Saludos

Pope Benedict XVI leaves the Paul VI hal

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Saludo cordialmente a los visitantes y peregrinos venidos de España y de América Latina, en especial a los estudiantes de la Pontificia Universidad católica argentina y de la Escuela italiana de Valparaíso (Chile). Os animo a recibir en vuestros corazones el amor que tiene su fuente en Dios y a vivir vuestra vida cristiana como una continua donación de uno mismo a los demás.

(En polaco)
Mañana celebraremos la Jornada de la vida consagrada. Demos gracias a Dios por las vocaciones religiosas y pidamos que sostenga con su gracia a las hermanas y hermanos que han elegido la castidad, la pobreza y la obediencia como camino de santidad. Bendigo de corazón a vuestras familias. ¡Alabado sea Jesucristo!

(En lengua croata)
Saludo y bendigo a los peregrinos croatas, en particular a los fieles procedentes de Murter. Queridísimos hermanos:  que vuestras casas sean lugares de oración, a fin de que habite en ellas la paz de Dios.

(En italiano)
Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Ayer celebramos la memoria litúrgica de san Juan Bosco, sacerdote y educador. Contempladlo, queridos jóvenes, como un auténtico maestro de vida y de santidad. Vosotros, queridos enfermos, aprended de su experiencia espiritual a confiar en toda circunstancia en Cristo crucificado. Y vosotros, queridos recién casados, acudid a su intercesión para que os ayude a asumir con generosidad vuestra misión de esposos.

11/01/2006 – ORACIÓN DEL REY POR LA VICTORIA Y LA PAZ

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 11 de enero de 2006

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ORACIÓN DEL REY POR LA VICTORIA Y LA PAZ

1. Nuestro itinerario en el Salterio usado por la liturgia de las Vísperas llega ahora a un himno regio, el salmo 143, cuya primera parte se acaba de proclamar: en efecto, la liturgia propone este canto subdividiéndolo en dos momentos.

La primera parte (cf. vv. 1-8) manifiesta, de modo neto, la característica literaria de esta composición: el salmista recurre a citas de otros textos sálmicos, articulándolos en un nuevo proyecto de canto y de oración.

Precisamente porque este salmo es de época sucesiva, es fácil pensar que el rey exaltado no tiene ya los rasgos del soberano davídico, pues la realeza judía había acabado con el exilio de Babilonia en el siglo VI a.C., sino que representa la figura luminosa y gloriosa del Mesías, cuya victoria ya no es un acontecimiento bélico-político, sino una intervención de liberación contra el mal. No se habla del «mesías» —término hebreo para referirse al «consagrado», como era el soberano—, sino del «Mesías» por excelencia, que en la relectura cristiana tiene el rostro de Jesucristo, «hijo de David, hijo de Abraham» (Mt 1, 1).

2. El himno comienza con una bendición, es decir, con una exclamación de alabanza dirigida al Señor, celebrado con una pequeña letanía de títulos salvíficos: es la roca segura y estable, es la gracia amorosa, es el alcázar protegido, el refugio defensivo, la liberación, el escudo que mantiene alejado todo asalto del mal (cf. Sal 143, 1-2). También se utiliza la imagen marcial de Dios que adiestra a los fieles para la lucha a fin de que sepan afrontar las hostilidades del ambiente, las fuerzas oscuras del mundo.

Ante el Señor omnipotente el orante, pese a su dignidad regia, se siente débil y frágil. Hace, entonces, una profesión de humildad, que se formula, como decíamos, con las palabras de los salmos 8 y 38. En efecto, siente que es «un soplo», como una sombra que pasa, débil e inconsistente, inmerso en el flujo del tiempo que transcurre, marcado por el límite propio de la criatura (cf. Sal 143, 4).

3. Entonces surge la pregunta: ¿por qué Dios se interesa y preocupa de esta criatura tan miserable y caduca? A este interrogante (cf. v. 3) responde la grandiosa irrupción divina, llamada «teofanía», a la que acompaña un cortejo de elementos cósmicos y acontecimientos históricos, orientados a celebrar la trascendencia del Rey supremo del ser, del universo y de la historia.

Los montes echan humo en erupciones volcánicas (cf. v. 5), los rayos son como saetas que desbaratan a los malvados (cf. v. 6), las «aguas caudalosas» del océano son símbolo del caos, del cual, sin embargo, es librado el rey por obra de la misma mano divina (cf. v. 7). En el fondo están los impíos, que dicen «falsedades» y «juran en falso» (cf. vv. 7-8), una representación concreta, según el estilo semítico, de la idolatría, de la perversión moral, del mal que realmente se opone a Dios y a sus fieles.

4. Ahora, para nuestra meditación, consideraremos inicialmente la profesión de humildad que el salmista realiza y acudiremos a las palabras de Orígenes, cuyo comentario a este texto ha llegado a nosotros en la versión latina de san Jerónimo. «El salmista habla de la fragilidad del cuerpo y de la condición humana» porque «por lo que se refiere a la condición humana, el hombre no es nada. «Vanidad de vanidades, todo es vanidad», dijo el Eclesiastés». Pero vuelve entonces la pregunta, marcada por el asombro y la gratitud: ««Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?»… Es gran felicidad para el hombre conocer a su Creador. En esto nos diferenciamos de las fieras y de los demás animales, porque sabemos que tenemos nuestro Creador, mientras que ellos no lo saben».

Vale la pena meditar un poco estas palabras de Orígenes, que ve la diferencia fundamental entre el hombre y los demás animales en el hecho de que el hombre es capaz de conocer a Dios, su Creador; de que el hombre es capaz de la verdad, capaz de un conocimiento que se transforma en relación, en amistad. En nuestro tiempo, es importante que no nos olvidemos de Dios, junto con los demás conocimientos que hemos adquirido mientras tanto, y que son muchos. Pero resultan todos problemáticos, a veces peligrosos, si falta el conocimiento fundamental que da sentido y orientación a todo: el conocimiento de Dios creador.

Volvamos a Orígenes, que dice: «No podrás salvar esta miseria que es el hombre, si tú mismo no la tomas sobre ti. «Señor, inclina tu cielo y desciende». Tu oveja perdida no podrá curarse si no la cargas sobre tus hombros… Estas palabras se dirigen al Hijo: «Señor, inclina tu cielo y desciende»… Has descendido, has abajado el cielo y has extendido tu mano desde lo alto, y te has dignado tomar sobre ti la carne del hombre, y muchos han creído en ti» (Orígenes Jerónimo, 74 omelie sul libro dei Salmi, Milán 1993, pp. 512-515).

Para nosotros, los cristianos, Dios ya no es, como en la filosofía anterior al cristianismo, una hipótesis, sino una realidad, porque Dios «ha inclinado su cielo y ha descendido». El cielo es él mismo y ha descendido en medio de nosotros. Con razón, Orígenes ve en la parábola de la oveja perdida, a la que el pastor toma sobre sus hombros, la parábola de la Encarnación de Dios. Sí, en la Encarnación él descendió y tomó sobre sus hombros nuestra carne, a nosotros mismos. Así, el conocimiento de Dios se ha hecho realidad, se ha hecho amistad, comunión. Demos gracias al Señor porque «ha inclinado su cielo y ha descendido», ha tomado sobre sus hombros nuestra carne y nos lleva por los caminos de nuestra vida.

El salmo, que partió de nuestro descubrimiento de que somos débiles y estamos lejos del esplendor divino, al final llega a esta gran sorpresa de la acción divina: a nuestro lado está el Dios-Emmanuel, que para los cristianos tiene el rostro amoroso de Jesucristo, Dios hecho hombre, hecho uno de nosotros.


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Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes y peregrinos venidos de España y de Latinoamérica. Conscientes de la dignidad de ser hijos de Dios, os animo a vivir vuestra vida cristiana con alegría y fidelidad a vuestros compromisos bautismales.

(En portugués)
Saludo con profunda satisfacción al grupo de peregrinos de lengua portuguesa y, de modo especial, a los juristas brasileños aquí presentes. Hago votos para que la oportunidad de visitar las tumbas de los Apóstoles os sirva de estímulo para una renovada confianza en la ley de Dios y en los principios que se derivan de ella. A todos deseo mucha paz y alegría en el Espíritu Santo. ¡Que el Señor os bendiga!

(En polaco)
Saludo de modo particular al grupo folclórico Pilsko, al que deseo los mayores éxitos en su trabajo artístico. A todos los presentes os deseo una fructuosa permanencia en Roma y un próspero año nuevo. Os pido también que transmitáis mi afectuoso saludo a vuestras familias y a vuestras parroquias. ¡Alabado sea Jesucristo!

(En lengua croata)
El Señor, que nos ha alegrado con su venida, os mantenga firmes en la fe viva y en el amor activo. ¡Alabados sean Jesús y María!

(En italiano)
Mi pensamiento va por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. La fiesta del Bautismo del Señor, que ha cerrado el tiempo de Navidad, os sirva de estímulo, queridos amigos, para que recordando vuestro bautismo estéis dispuestos a testimoniar con alegría la fe en Cristo en todas las situaciones, en la salud y en la enfermedad, en la familia, en el trabajo y en todos los ambientes.

01/10/2008 – EL CONCILIO DE JERUSALÉN Y LA CONTROVERSIA DE ANTIOQUÍA

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 1 de octubre de 2008

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EL CONCILIO DE JERUSALÉN Y LA CONTROVERSIA DE ANTIOQUÍA

Queridos hermanos y hermanas:

El respeto y la veneración que san Pablo cultivó siempre hacia los Doce no disminuyeron cuando él defendía con franqueza la verdad del Evangelio, que no es otro que Jesucristo, el Señor. Hoy queremos detenernos en dos episodios que demuestran la veneración y, al mismo tiempo, la libertad con la que el Apóstol se dirige a Cefas y a los demás Apóstoles: el llamado «Concilio» de Jerusalén y la controversia de Antioquía de Siria, relatados en la carta a los Gálatas (cf. Ga 2, 1-10; 2, 11-14).

Todo concilio y sínodo de la Iglesia es «acontecimiento del Espíritu» y reúne en su realización las solicitudes de todo el pueblo de Dios: lo experimentaron personalmente quienes tuvieron el don de participar en el Concilio Vaticano II. Por eso san Lucas, al informarnos sobre el primer Concilio de la Iglesia, que tuvo lugar en Jerusalén, introduce así la carta que los Apóstoles enviaron en esta circunstancia a las comunidades cristianas de la diáspora: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…» (Hch 15, 28). El Espíritu, que obra en toda la Iglesia, conduce de la mano a los Apóstoles a la hora de tomar nuevos caminos para realizar sus proyectos: Él es el artífice principal de la edificación de la Iglesia.

Y sin embargo, la asamblea de Jerusalén tuvo lugar en un momento de no poca tensión dentro de la comunidad de los orígenes. Se trataba de responder a la pregunta de si era indispensable exigir a los paganos que se estaban convirtiendo a Jesucristo, el Señor, la circuncisión, o si era lícito dejarlos libres de la Ley mosaica, es decir, de la observancia de las normas necesarias para ser hombres justos, obedientes a la Ley, y sobre todo, libres de las normas relativas a las purificaciones rituales, los alimentos puros e impuros y el sábado. A la asamblea de Jerusalén se refiere también san Pablo en la carta a los Gálatas (Ga 2, 1-10): tras catorce años de su encuentro con el Resucitado en Damasco —estamos en la segunda mitad de la década del 40 d.C.—, Pablo parte con Bernabé desde Antioquía de Siria y se hace acompañar de Tito, su fiel colaborador que, aun siendo de origen griego, no había sido obligado a hacerse circuncidar cuando entró en la Iglesia. En esta ocasión, san Pablo expuso a los Doce, definidos como las personas más relevantes, su evangelio de libertad de la Ley (cf. Ga 2, 6). A la luz del encuentro con Cristo resucitado, él había comprendido que en el momento del paso al evangelio de Jesucristo, a los paganos ya no les eran necesarias la circuncisión, las leyes sobre el alimento y sobre el sábado, como muestra de justicia: Cristo es nuestra justicia y «justo» es todo lo que es conforme a él. No son necesarios otros signos para ser justos. En la carta a los Gálatas refiere, con pocas palabras, el desarrollo de la Asamblea: recuerda con entusiasmo que el evangelio de la libertad de la Ley fue aprobado por Santiago, Cefas y Juan, «las columnas», que le ofrecieron a él y a Bernabé la mano derecha en signo de comunión eclesial en Cristo (cf. Ga 2, 9). Si, como hemos notado, para san Lucas el concilio de Jerusalén expresa la acción del Espíritu Santo, para san Pablo representa el reconocimiento decisivo de la libertad compartida entre todos aquellos que participaron en él: libertad de las obligaciones provenientes de la circuncisión y de la Ley; la libertad por la que «Cristo nos ha liberado, para que seamos libres» y no nos dejemos imponer ya el yugo de la esclavitud (cf. Ga 5, 1). Las dos modalidades con que san Pablo y san Lucas describen la asamblea de Jerusalén se unen por la acción liberadora del Espíritu, porque «donde está el Espíritu del Señor hay libertad», como dice en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co 3, 17).

Con todo, como aparece con gran claridad en las cartas de san Pablo, la libertad cristiana no se identifica nunca con el libertinaje o con el arbitrio de hacer lo que se quiere; esta se realiza en conformidad con Cristo y por eso, en el auténtico servicio a los hermanos, sobre todo a los más necesitados. Por esta razón, el relato de san Pablo sobre la asamblea se cierra con el recuerdo de la recomendación que le dirigieron los Apóstoles: «Sólo que nosotros debíamos tener presentes a los pobres, cosa que he procurado cumplir con todo esmero» (Ga 2, 10). Cada concilio nace de la Iglesia y vuelve a la Iglesia: en aquella ocasión vuelve con la atención a los pobres que, de las diversas anotaciones de san Pablo en sus cartas, se trata sobre todo de los de la Iglesia de Jerusalén. En la preocupación por los pobres, atestiguada particularmente en la segunda carta a los Corintios (cf. 2 Co 8-9) y en la conclusión de la carta a los Romanos (cf. Rm 15), san Pablo demuestra su fidelidad a las decisiones maduradas durante la Asamblea.

Quizás ya no seamos capaces de comprender plenamente el significado que san Pablo y sus comunidades atribuyeron a la colecta para los pobres de Jerusalén. Se trató de una iniciativa totalmente nueva en el ámbito de las actividades religiosas: no fue obligatoria, sino libre y espontánea; tomaron parte todas las Iglesias fundadas por san Pablo en Occidente. La colecta expresaba la deuda de sus comunidades a la Iglesia madre de Palestina, de la que habían recibido el don inefable del Evangelio. Tan grande es el valor que Pablo atribuye a este gesto de participación que raramente la llama simplemente «colecta»: para él es más bien «servicio», «bendición», «amor», «gracia», más aún, «liturgia» (2 Co 9). Sorprende, particularmente, este último término, que confiere a la colecta en dinero un valor incluso de culto: por una parte es un gesto litúrgico o «servicio», ofrecido por cada comunidad a Dios, y por otra es acción de amor cumplida a favor del pueblo. Amor a los pobres y liturgia divina van juntas, el amor a los pobres es liturgia. Los dos horizontes están presentes en toda liturgia celebrada y vivida en la Iglesia, que por su naturaleza se opone a la separación entre el culto y la vida, entre la fe y las obras, entre la oración y la caridad para con los hermanos. Así el concilio de Jerusalén nace para dirimir la cuestión sobre cómo comportarse con los paganos que llegaban a la fe, optando por la libertad de la circuncisión y de las observancias impuestas por la Ley, y se resuelve en la solicitud eclesial y pastoral que pone en el centro la fe en Cristo Jesús y el amor a los pobres de Jerusalén y de toda la Iglesia.

El segundo episodio es la conocida controversia de Antioquía, en Siria, que atestigua la libertad interior de que gozaba san Pablo: ¿Cómo comportarse en ocasión de la comunión de mesa entre creyentes de origen judío y los procedentes de los gentiles? Aquí se pone de manifiesto el otro epicentro de la observancia mosaica: la distinción entre alimentos puros e impuros, que dividía profundamente a los hebreos observantes de los paganos. Inicialmente Cefas, Pedro, compartía la mesa con unos y con otros: pero con la llegada de algunos cristianos vinculados a Santiago, «el hermano del Señor» (Ga 1, 19), Pedro había empezado a evitar los contactos en la mesa con los paganos, para no escandalizar a los que continuaban observando las leyes de pureza alimentaria; y la opción era compartida por Bernabé. Tal opción dividía profundamente a los cristianos procedentes de la circuncisión y los cristianos venidos del paganismo. Este comportamiento, que amenazaba realmente la unidad y la libertad de la Iglesia, suscitó las encendidas reacciones de Pablo, que llegó a acusar a Pedro y a los demás de hipocresía: «Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar?» (Ga 2, 14). En realidad, las preocupaciones de Pablo, por una parte, y de Pedro y Bernabé, por otro, eran distintas: para los últimos la separación de los paganos representaba una modalidad para tutelar y para no escandalizar a los creyentes provenientes del judaísmo; para Pablo constituía, en cambio, un peligro de malentendido de la salvación universal en Cristo ofrecida tanto a los paganos como a los judíos. Si la justificación se realiza sólo en virtud de la fe en Cristo, de la conformidad con él, sin obra alguna de la Ley, ¿qué sentido tiene observar aún la pureza alimentaria con ocasión de la participación en la mesa? Muy probablemente las perspectivas de Pedro y de Pablo eran distintas: para el primero, no perder a los judíos que se habían adherido al Evangelio; para el segundo, no disminuir el valor salvífico de la muerte de Cristo para todos los creyentes.

Es extraño decirlo, pero al escribir a los cristianos de Roma, algunos años después (hacia la mitad de la década del 50 d.C.), san Pablo mismo se encontrará ante una situación análoga y pedirá a los fuertes que no coman comida impura para no perder o para no escandalizar a los débiles: «Bueno es no comer carne, ni beber vino, ni hacer nada en que tu hermano tropiece, o se escandalice, o flaquee» (Rm 14, 21). La controversia de Antioquía se reveló así como una lección tanto para san Pedro como para san Pablo. Sólo el diálogo sincero, abierto a la verdad del Evangelio, pudo orientar el camino de la Iglesia: «El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rm14,17).

Es una lección que debemos aprender también nosotros: con los diversos carismas confiados a san Pedro y a san Pablo, dejémonos todos guiar por el Espíritu, intentando vivir en la libertad que encuentra su orientación en la fe en Cristo y se concreta en el servicio a los hermanos. Es esencial conformarnos cada vez más a Cristo. De esta forma se es realmente libre. Así se expresa en nosotros el núcleo más profundo de la Ley: el amor a Dios y al prójimo. Pidamos al Señor que nos enseñe a compartir sus sentimientos, para aprender de él la verdadera libertad y el amor evangélico que abraza a todo ser humano.


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Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española. En particular, a los peregrinos y grupos parroquiales venidos de Alemania, Chile, Colombia, España, México y de otros países latinoamericanos. Os invito a que, siguiendo el ejemplo de san Pablo, os dejéis guiar por el Espíritu Santo para comportaros siempre en vuestra vida según la verdad del Evangelio. Que Dios os bendiga.

(En portugués)
Siguiendo las pautas de la catequesis de hoy, hago votos para que acompañéis, unidos a las intenciones del Papa, las celebraciones de la X Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, que tiene por tema: «La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia». Todo concilio y sínodo es un acontecimiento del Espíritu. Por eso, asistidos por los dones del Altísimo, confiamos en el buen éxito de este significativo acontecimiento eclesial.

(En italiano)
Mi pensamiento va, por último, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Recordamos hoy a santa Teresa del Niño Jesús, una joven monja de clausura de Lisieux, doctora de la Iglesia y patrona de las misiones. Que su testimonio evangélico os sostenga a vosotros, queridos jóvenes, en el compromiso diario de fidelidad a Cristo; os aliente a vosotros, queridos enfermos, a seguir a Jesús por el camino de la prueba y del sufrimiento; y os ayude a vosotros, queridos recién casados, a hacer de vuestra familia un espacio de crecimiento en el amor a Dios y a los hermanos.

04/01/2006 – CRISTO, PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA, PRIMOGÉNITO DE ENTRE LOS MUERTOS

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 4 de enero de 2006

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CRISTO, PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA,

PRIMOGÉNITO DE ENTRE LOS MUERTOS

Queridos hermanos y hermanas:

1. En esta primera audiencia general del nuevo año vamos a meditar el célebre himno cristológico que se encuentra en la carta a los Colosenses:  es casi el solemne pórtico de entrada de este rico escrito paulino, y es también un pórtico de entrada de este año. El himno propuesto a nuestra reflexión, es introducido con una amplia fórmula de acción de gracias (cf. vv. 3. 12-14), que nos ayuda a crear el clima espiritual para vivir bien estos primeros días del año 2006, así como nuestro camino a lo largo de todo el año nuevo (cf. vv. 15-20).

La alabanza del Apóstol, al igual que la nuestra, se eleva a «Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» (v. 3), fuente de la salvación, que se describe primero de forma negativa como «liberación del dominio de las tinieblas» (v. 13), es decir, como «redención y perdón de los pecados» (v. 14), y luego de forma positiva como «participación en la herencia del pueblo santo en la luz» (v. 12) y como ingreso en «el reino de su Hijo querido» (v. 13).

2. En este punto comienza el grande y denso himno, que tiene como centro a Cristo, del cual se exaltan el primado y la obra tanto en la creación como en la historia de la redención (cf. vv. 15-20). Así pues, son dos los movimientos del canto. En el primero se presenta a Cristo como «primogénito de toda criatura» (v. 15). En efecto, él es la «imagen de Dios invisible», y esta expresión encierra toda la carga que tiene el «icono» en la cultura de Oriente:  más que la semejanza, se subraya la intimidad profunda con el sujeto representado.

Cristo vuelve a proponer en medio de nosotros de modo visible al «Dios invisible» —en él vemos el rostro de Dios— a través de la naturaleza común que los une. Por esta altísima dignidad suya, Cristo  «es  anterior  a todo», no sólo por ser eterno, sino también y sobre todo con su obra creadora y providente:  «Por medio de él fueron creadas todas las cosas:  celestes y terrestres, visibles e invisibles (…). Todo se mantiene en él» (vv. 16-17). Más aún, todas las cosas fueron creadas también «por él y para él» (v. 16).

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Así san Pablo nos indica una verdad muy importante:  la historia tiene una meta, una dirección. La historia va hacia la humanidad unida en Cristo, va hacia el hombre perfecto, hacia el humanismo perfecto. Con otras palabras, san Pablo nos dice:  sí, hay progreso en la historia. Si queremos, hay una evolución de la historia. Progreso es todo lo que nos acerca a Cristo y así nos acerca a la humanidad unida, al verdadero humanismo. Estas indicaciones implican también un imperativo para nosotros:  trabajar por el progreso, que queremos todos. Podemos hacerlo trabajando por el acercamiento de los hombres a Cristo; podemos hacerlo configurándonos personalmente con Cristo, yendo así en la línea del verdadero progreso.

3. El segundo movimiento del himno (cf. Col 1, 18-20) está dominado por la figura de Cristo salvador dentro de la historia de la salvación. Su obra se revela ante todo al ser «la cabeza del cuerpo, de la Iglesia» (v. 18):  este es el horizonte salvífico privilegiado en el que se manifiestan en plenitud la liberación y la redención, la comunión vital que existe entre la cabeza y los miembros del cuerpo, es decir, entre Cristo y los cristianos. La mirada del Apóstol se dirige hasta la última meta hacia la que, como hemos dicho, converge la historia:  Cristo es el «primogénito de entre los muertos» (v. 18), es aquel que abre las puertas a la vida eterna, arrancándonos del límite de la muerte y del mal.

En efecto, este es el pleroma, la «plenitud» de vida y de gracia que reside en Cristo mismo, que a nosotros se nos dona y comunica (cf. v. 19). Con esta presencia vital, que nos hace partícipes de la divinidad, somos transformados interiormente, reconciliados, pacificados:  esta es una armonía de todo el ser redimido, en el que Dios será «todo en todos» (1 Co 15, 28). Y vivir como cristianos significa dejarse transformar interiormente hacia la forma de Cristo. Así se realiza la reconciliación, la pacificación.

4. A este grandioso misterio de la Redención le dedicamos ahora una mirada contemplativa y lo hacemos con las palabras de san Proclo de Constantinopla, que murió en el año 446. En su primera homilía sobre la Madre de Dios, María, presenta el misterio de la Redención como consecuencia de la Encarnación.

En efecto —dice san Proclo—, Dios se hizo hombre para salvarnos y así arrancarnos del poder de las tinieblas, a fin de llevarnos al reino de su Hijo querido, como recuerda este himno de la carta a los Colosenses. «El que nos ha redimido no es un simple hombre —comenta san Proclo—, pues todo el género humano era esclavo del pecado; pero tampoco era un Dios sin naturaleza humana, pues tenía un cuerpo. Si no se hubiera revestido de mí, no me habría salvado. Al encarnarse en el seno de la Virgen, se vistió de condenado. Allí se produjo el admirable intercambio:  dio el espíritu y tomó la carne» (8:  Testi mariani del primo millennio, I, Roma 1988, p. 561).

Por consiguiente, estamos ante la obra de Dios, que ha realizado la Redención precisamente por ser también hombre. Es el Hijo de Dios, salvador, pero a la vez es también nuestro hermano, y con esta cercanía nos comunica el don divino. Es realmente el Dios con nosotros. Amén.


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Saludos

Saludo con afecto a los visitantes de lengua española, en particular a la Comunidad juvenil de Monterrey (México). Os invito a dar gracias a Dios porque nos envió a su Hijo, el cual, al hacerse hombre, se convirtió en nuestro salvador y nuestro hermano. ¡Feliz Año nuevo!

(En italiano)

(A los diversos grupos de religiosas)
Queridas hermanas, os deseo que sigáis sirviendo al Evangelio y a la Iglesia con fidelidad a vuestro respectivo carisma.

Por último, dirijo un saludo especial a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Que Jesús, al que contemplamos en el misterio de la Navidad, sea para todos guía segura del nuevo año, recién iniciado.

19/12/2007 – EL MISTERIO DE LA NAVIDAD

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 19 de diciembre de 2007

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EL MISTERIO DE LA NAVIDAD

Queridos hermanos y hermanas:

En estos días, a medida que nos acercamos a la gran fiesta de Navidad, la liturgia nos invita a intensificar nuestra preparación, poniéndonos a disposición muchos textos bíblicos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que nos estimulan a comprender cada vez mejor el sentido y el valor de esta celebración anual.

La Navidad,

  • por una parte, nos hace conmemorar el prodigio increíble del nacimiento del Hijo unigénito de Dios de la Virgen María en la cueva de Belén;
  • y, por otra, nos exhorta también a esperar, velando y orando, a nuestro Redentor, que en el último día «vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos».

Quizá hoy también nosotros, los creyentes, esperamos realmente al Juez; ahora bien, todos esperamos justicia. Vemos tantas injusticias en el mundo, en nuestro pequeño mundo, en casa, en el barrio, así como en el gran mundo de los Estados, de las sociedades. Y esperamos que se haga justicia. La justicia es un concepto abstracto:  se hace justicia. Nosotros esperamos que venga concretamente quien puede hacer justicia. En este sentido, oramos:  «Ven, Señor Jesucristo, como Juez. Ven a tu manera».

El Señor sabe cómo entrar en el mundo y crear justicia. Pedimos que el Señor, el Juez, nos responda; que realmente cree justicia en el mundo. Esperamos justicia, pero no puede ser sólo expresión de una exigencia con respecto a los demás. Esperar justicia en el sentido cristiano significa sobre todo que nosotros mismos comenzamos a vivir ante los ojos del Juez, según los criterios del Juez; que comenzamos a vivir en su presencia, realizando la justicia en nuestra vida. Así, realizando la justicia, poniéndonos en presencia del Juez, esperamos la justicia en la realidad.

Este es el sentido del Adviento, de la vigilancia. La vigilancia del Adviento quiere decir vivir ante los ojos del Juez, preparándonos así nosotros mismos y preparando al mundo para la justicia. Por tanto, de esta manera, viviendo ante los ojos del Dios-Juez, podemos preparar al mundo para la venida de su Hijo, disponer el corazón para acoger «al Señor que viene».

El Niño, a quien hace unos dos mil años adoraron los pastores en una cueva en la noche de Belén, no se cansa de visitarnos en la vida cotidiana, mientras como peregrinos nos encaminamos hacia el Reino. En su espera, el creyente se hace intérprete de las esperanzas de toda la humanidad; la humanidad anhela la justicia; así, aunque frecuentemente de una manera inconsciente, espera a Dios, espera la salvación que sólo Dios puede darnos. Para nosotros, los cristianos, esta espera se caracteriza por la oración asidua, como se muestra en la serie particularmente sugestiva de invocaciones que se nos proponen durante estos días de la Novena de Navidad tanto en el aleluya de la misa, como en la antífona antes del cántico del Magnificat en las Vísperas.

Cada una de las invocaciones, que imploran la venida de la Sabiduría, del Sol de justicia, del Dios-con-nosotros, contiene una oración dirigida al Esperado de los pueblos para que apresure su venida. Ahora bien, invocar el don del nacimiento del Salvador prometido significa también comprometerse para preparar el camino, para predisponer una digna morada no sólo en el ambiente en torno a nosotros, sino sobre todo en nuestra alma.

Dejándonos guiar por el evangelista san Juan, tratemos por tanto de dirigir en estos días nuestro pensamiento y nuestro corazón al Verbo eterno, al Logos, a la Palabra que se hizo carne y de cuya plenitud hemos recibido gracia sobre gracia (cf. Jn 1, 14.16). Esta fe en el Logos Creador, en la Palabra que creó el mundo, en Aquel que vino como un Niño, esta fe y su gran esperanza, por desgracia, hoy parecen alejadas de la realidad de la vida de cada día, pública o privada. Parece que esta verdad es demasiado grande. Nosotros mismos nos arreglamos según nuestras posibilidades, al menos eso es lo que parece. Pero así el mundo resulta cada vez más caótico e incluso violento:  lo comprobamos cada día. Y la luz de Dios, la luz de la Verdad, se apaga. La vida se vuelve oscura y sin brújula.

¡Qué importante es, por tanto, ser realmente creyentes! Como creyentes, reafirmemos con fuerza, con nuestra vida, el misterio de salvación que trae consigo la celebración de la Navidad de Cristo. En Belén se manifestó al mundo la Luz que ilumina nuestra vida; se nos reveló el Camino que nos lleva a la plenitud de nuestra humanidad. Si no se reconoce que Dios se hizo hombre, ¿qué sentido tiene festejar la Navidad? La celebración se vacía. Ante todo nosotros, los cristianos, debemos reafirmar con profunda y sentida convicción la verdad del Nacimiento de Cristo para testimoniar delante de todos la conciencia de un don inaudito que es riqueza no sólo para nosotros, sino para todos. De aquí brota el deber de la evangelización, que es precisamente comunicar este eu-angelion, esta «buena nueva». Es lo que ha recordado recientemente el documento de la Congregación para la doctrina de la fe titulado: «Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización», que quiero presentar a vuestra reflexión y profundización personal y comunitaria.

Queridos amigos, en esta preparación inmediata a la Navidad, la oración de la Iglesia se hace más intensa, para que se realicen las esperanzas de paz, de salvación, de justicia, de las que el mundo tiene necesidad urgente.

Pidamos a Dios que la violencia sea vencida con la fuerza del amor, que los enfrentamientos cedan el paso a la reconciliación, que la prepotencia se transforme en deseo de perdón, de justicia y de paz. Que los deseos de bondad y de amor que nos intercambiamos en estos días lleguen a todos los ambientes de nuestra vida cotidiana. Que la paz esté en nuestros corazones, para que se abran a la acción de la gracia de Dios. Que la paz reine en las familias, para que pasen la Navidad unidas ante el belén y el árbol lleno de luces. Que el mensaje de solidaridad y de acogida que brota de la Navidad contribuya a crear una sensibilidad más profunda ante las antiguas y nuevas formas de pobreza, ante el bien común, en el que todos estamos llamados a participar. Que todos los miembros de la comunidad familiar, en especial los niños, los ancianos, las personas más débiles, puedan sentir el calor de esta fiesta, y que se dilate después durante todos los días del año.

Que la Navidad sea para todos la fiesta de la paz y de la alegría:  alegría por el nacimiento del Salvador, Príncipe de la paz. Como los pastores, apresuremos ya desde ahora nuestro paso hacia Belén. Así, en el corazón de la Nochebuena también nosotros podremos contemplar al «Niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre», junto con María y José (Lc 2, 12.16).

Pidamos al Señor que abra nuestra alma para que podamos entrar en el misterio de su Nacimiento. María, que donó su seno virginal al Verbo de Dios, que lo contempló niño entre sus brazos maternos, y que sigue ofreciéndolo a todos como Redentor del mundo, nos ayude a hacer de la próxima Navidad una ocasión de crecimiento en el conocimiento  y en el amor de Cristo. Este es el deseo que expreso con afecto a todos vosotros, que estáis aquí presentes, a vuestras familias y a vuestros seres queridos.

¡Feliz Navidad a todos!


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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. En particular, a los Tarsicios de Lucena, a las delegaciones del Gobierno mexicano y del Estado de Jalisco, a los sacerdotes del Colegio Mexicano de Roma, así como a los demás grupos venidos de España y de otros países latinoamericanos. Pidamos al Señor que abra nuestra alma para que entre en ella el misterio de su Nacimiento. A todos vosotros y a vuestras familias os deseo una santa y feliz Navidad. Muchas gracias.

(En italiano)

Saludo por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. A pocos días de la solemnidad de la Navidad, ojalá que el amor que Dios manifiesta a la humanidad en el nacimiento de Cristo acreciente en vosotros, queridos jóvenes, el deseo de servir generosamente a vuestros hermanos. Que para vosotros, queridos enfermos, sea fuente de consuelo y serenidad, porque el Señor viene a visitarnos, trayendo consolación y esperanza. Y que a vosotros, queridos recién casados, os impulse a consolidar vuestra promesa de amor y fidelidad recíproca.