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15/08/2006 – SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN
DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

71650325

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo
Martes 15 de agosto de 2006

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

En el Magníficat, el gran canto de la Virgen que acabamos de escuchar en el evangelio, encontramos unas palabras sorprendentes. María dice: «Desde ahora me felicitarán todas las generaciones». La Madre del Señor profetiza las alabanzas marianas de la Iglesia para todo el futuro, la devoción mariana del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al alabar a María, la Iglesia no ha inventado algo «ajeno» a la Escritura: ha respondido a esta profecía hecha por María en aquella hora de gracia.

Y estas palabras de María no eran sólo palabras personales, tal vez arbitrarias. Como dice san Lucas, Isabel había exclamado, llena de Espíritu Santo: «Dichosa la que ha creído». Y María, también llena de Espíritu Santo, continúa y completa lo que dijo Isabel, afirmando: «Me felicitarán todas las generaciones». Es una auténtica profecía, inspirada por el Espíritu Santo, y la Iglesia, al venerar a María, responde a un mandato del Espíritu Santo, cumple un deber.

Nosotros no alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la «Santa» que se convirtió en su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios sólo se nos manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero espejo de su luz. Y precisamente viendo el rostro de María podemos ver mejor que de otras maneras la belleza de Dios, su bondad, su misericordia. En este rostro podemos percibir realmente la luz divina.

«Me felicitarán todas las generaciones». Nosotros podemos alabar a María, venerar a María, porque es «feliz», feliz para siempre. Y este es el contenido de esta fiesta. Feliz porque está unida a Dios, porque vive con Dios y en Dios. El Señor, en la víspera de su Pasión, al despedirse de los suyos, dijo: «Voy a prepararos una morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas» (cf. Jn 14, 2). María, al decir: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra», preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y alma se transformó en su morada, y así abrió la tierra al cielo.

San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos da a entender de diversas maneras que María es la verdadera Arca de la alianza, que el misterio del templo —la morada de Dios aquí en la tierra— se realizó en María. En María Dios habita realmente, está presente aquí en la tierra. María se convierte en su tienda. Lo que desean todas las culturas, es decir, que Dios habite entre nosotros, se realiza aquí. San Agustín dice: «Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma». Había dado al Señor el espacio de su alma y así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó, donde Dios se hizo presente en esta tierra.

Así, al ser la morada de Dios en la tierra, ya está preparada en ella su morada eterna, ya está preparada esa morada para siempre. Y este es todo el contenido del dogma de la Asunción de María a la gloria del cielo en cuerpo y alma, expresado aquí en estas palabras. María es «feliz» porque se ha convertido —totalmente, con cuerpo y alma, y para siempre— en la morada del Señor. Si esto es verdad, María no sólo nos invita a la admiración, a la veneración; además, nos guía, nos señala el camino de la vida, nos muestra cómo podemos llegar a ser felices, a encontrar el camino de la felicidad.

Escuchemos una vez más las palabras de Isabel, que se completan en el Magníficat de María: «Dichosa la que ha creído».

El acto primero y fundamental para transformarse en morada de Dios y encontrar así la felicidad definitiva es creer, es la fe en Dios, en el Dios que se manifestó en Jesucristo y que se nos revela en la palabra divina de la sagrada Escritura.

Creer no es añadir una opinión a otras. Y la convicción, la fe en que Dios existe, no es una información como otras. Muchas informaciones no nos importa si son verdaderas o falsas, pues no cambian nuestra vida. Pero, si Dios no existe, la vida es vacía, el futuro es vacío. En cambio, si Dios existe, todo cambia, la vida es luz, nuestro futuro es luz y tenemos una orientación para saber cómo vivir.

Por eso, creer constituye la orientación fundamental de nuestra vida. Creer, decir: «Sí, creo que tú eres Dios, creo que en el Hijo encarnado estás presente entre nosotros», orienta mi vida, me impulsa a adherirme a Dios, a unirme a Dios y a encontrar así el lugar donde vivir, y el modo como debo vivir. Y creer no es sólo una forma de pensamiento, una idea; como he dicho, es una acción, una forma de vivir. Creer quiere decir seguir la senda señalada por la palabra de Dios.

María, además de este acto fundamental de la fe, que es un acto existencial, una toma de posición para toda la vida, añade estas palabras: «Su misericordia llega a todos los que le temen de generación en generación». Con toda la Escritura, habla del «temor de Dios». Tal vez conocemos poco esta palabra, o no nos gusta mucho. Pero el «temor de Dios» no es angustia, es algo muy diferente. Como hijos, no tenemos miedo del Padre, pero tenemos temor de Dios, la preocupación por no destruir el amor sobre el que está construida nuestra vida. Temor de Dios es el sentido de responsabilidad que debemos tener; responsabilidad por la porción del mundo que se nos ha encomendado en nuestra vida; responsabilidad de administrar bien esta parte del mundo y de la historia que somos nosotros, contribuyendo así a la auténtica edificación del mundo, a la victoria del bien y de la paz.

«Me felicitarán todas las generaciones»: esto quiere decir que el futuro, el porvenir, pertenece a Dios, está en las manos de Dios, es decir, que Dios vence. Y no vence el dragón, tan fuerte, del que habla hoy la primera lectura: el dragón que es la representación de todas las fuerzas de la violencia del mundo. Parecen invencibles, pero María nos dice que no son invencibles. La Mujer, como nos muestran la primera lectura y el evangelio, es más fuerte porque Dios es más fuerte.

Ciertamente, en comparación con el dragón, tan armado, esta Mujer, que es María, que es la Iglesia, parece indefensa, vulnerable. Y realmente Dios es vulnerable en el mundo, porque es el Amor, y el amor es vulnerable. A pesar de ello, él tiene el futuro en la mano; vence el amor y no el odio; al final vence la paz.

Este es el gran consuelo que entraña el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Damos gracias al Señor por este consuelo, pero también vemos que este consuelo nos compromete a estar del lado del bien, de la paz.

Oremos a María, la Reina de la paz, para que ayude a la victoria de la paz hoy: «Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!». Amén.

29/06/2006 – HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
EN LA SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO

Basílica Vaticana
Jueves 29 de junio de 2006

Pope Benedict XVI arrives at the altar i

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Queridos hermanos y hermanas:

«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). ¿Qué es lo que dice propiamente el Señor a Pedro con estas palabras? ¿Qué promesa le hace con ellas y qué tarea le encomienda? Y ¿qué nos dice a nosotros, al Obispo de Roma, que ocupa la cátedra de Pedro, y a la Iglesia de hoy?

Si queremos comprender el significado de las palabras de Jesús, debemos recordar que los evangelios nos relatan tres situaciones diversas en las que el Señor, cada vez de un modo particular, encomienda a Pedro la tarea que deberá realizar. Se trata siempre de la misma tarea, pero las diversas situaciones e imágenes que usa nos ilustran claramente qué es lo que quería y quiere el Señor.

En el evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, Pedro confiesa su fe en Jesús, reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios. Por ello el Señor le encarga su tarea particular mediante tres imágenes:

  1. la de la roca, que se convierte en cimiento o piedra angular,
  2. la de las llaves
  3. y la de atar y desatar.

En este momento no quiero volver a interpretar estas tres imágenes que la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha explicado siempre de nuevo; más bien, quisiera llamar la atención sobre el lugar geográfico y sobre el contexto cronológico de estas palabras.

La promesa tiene lugar junto a las fuentes del Jordán, en la frontera de Judea, en el confín con el mundo pagano. El momento de la promesa marca un viraje decisivo en el camino de Jesús: ahora el Señor se encamina hacia Jerusalén y, por primera vez, dice a los discípulos que este camino hacia la ciudad santa es el camino que lleva a la cruz: «Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21).

Ambas cosas van juntas y determinan el lugar interior del Primado, más aún, de la Iglesia en general: el Señor está continuamente en camino hacia la cruz, hacia la humillación del siervo de Dios que sufre y muere, pero al mismo tiempo siempre está también en camino hacia la amplitud del mundo, en la que él nos precede como Resucitado, para que en el mundo resplandezca la luz de su palabra y la presencia de su amor; está en camino para que mediante él, Cristo crucificado y resucitado, llegue al mundo Dios mismo.

En este sentido, Pedro, en su primera Carta, asumiendo esos dos aspectos, se define «testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse» (1 P 5, 1). Para la Iglesia el Viernes santo y la Pascua están siempre unidos; la Iglesia es siempre el grano de mostaza y el árbol en cuyas ramas anidan las aves del cielo. La Iglesia, y en ella Cristo, sufre también hoy.

En ella Cristo sigue siendo escarnecido y golpeado siempre de nuevo; siempre de nuevo se sigue intentando arrojarlo fuera del mundo. Siempre de nuevo la pequeña barca de la Iglesia es sacudida por el viento de las ideologías, que con sus aguas penetran en ella y parecen condenarla a hundirse.

Sin embargo, precisamente en la Iglesia que sufre Cristo sale victorioso. A pesar de todo, la fe en él se fortalece siempre de nuevo. También hoy el Señor manda a las aguas y actúa como Señor de los elementos. Permanece en su barca, en la navecilla de la Iglesia. De igual modo, también en el ministerio de Pedro se manifiesta, por una parte, la debilidad propia del hombre, pero a la vez también la fuerza de Dios: el Señor manifiesta su fuerza precisamente en la debilidad de los hombres, demostrando que él es quien construye su Iglesia mediante hombres débiles.

Veamos ahora el evangelio según san Lucas, que nos narra cómo el Señor, durante la última Cena, encomienda nuevamente una tarea especial a Pedro (cf. Lc 22, 31-33). Esta vez las palabras que Jesús dirige a Simón se encuentran inmediatamente después de la institución de la santísima Eucaristía. El Señor acaba de entregarse a los suyos, bajo las especies del pan y el vino. Podemos ver en la institución de la Eucaristía el auténtico acto de fundación de la Iglesia. A través de la Eucaristía el Señor no sólo se entrega a sí mismo a los suyos, sino que también les da la realidad de una nueva comunión entre sí que se prolonga a lo largo de los tiempos «hasta que vuelva» (cf. 1 Co 11, 26).

Mediante la Eucaristía los discípulos se transformaran en su casa viva que, a lo largo de la historia, crece como el nuevo templo vivo de Dios en este mundo. Así, Jesús, inmediatamente después de la institución del Sacramento, habla de lo que significa ser discípulos, el «ministerio», en la nueva comunidad: dice que es un compromiso de servicio, del mismo modo que él está en medio de ellos como quien sirve.

Y entonces se dirige a Pedro. Dice que Satanás ha pedido cribar a los discípulos como trigo. Esto alude al pasaje del libro de Job, en el que Satanás pide a Dios permiso para golpear a Job. De esta forma, el diablo, el calumniador de Dios y de los hombres, quiere probar que no existe una religiosidad auténtica, sino que en el hombre todo mira siempre y sólo a la utilidad.

En el caso de Job Dios concede a Satanás la libertad que había solicitado, precisamente para poder defender de este modo a su criatura, el hombre, y a sí mismo. Lo mismo sucede con los discípulos de Jesús, en todos los tiempos. Dios da a Satanás cierta libertad. A nosotros muchas veces nos parece que Dios deja demasiada libertad a Satanás; que le concede la facultad de golpearnos de un modo demasiado terrible; y que esto supera nuestras fuerzas y nos oprime demasiado. Siempre de nuevo gritaremos a Dios: ¡Mira la miseria de tus discípulos! ¡Protégenos! Por eso Jesús añade: «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22, 32).

La oración de Jesús es el límite puesto al poder del maligno. La oración de Jesús es la protección de la Iglesia. Podemos recurrir a esta protección, acogernos a ella y estar seguros de ella. Pero, como dice el evangelio, Jesús ora de un modo particular por Pedro: «para que tu fe no desfallezca». Esta oración de Jesús es a la vez promesa y tarea. La oración de Jesús salvaguarda la fe de Pedro, la fe que confesó en Cesarea de Filipo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).

La tarea de Pedro consiste precisamente en no dejar que esa fe enmudezca nunca, en fortalecerla siempre de nuevo, ante la cruz y ante todas las contradicciones del mundo, hasta que el Señor vuelva. Por eso el Señor no ruega sólo por la fe personal de Pedro, sino también por su fe como servicio a los demás. Y esto es exactamente lo que quiere decir con las palabras: «Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32).

«Tú, una vez convertido»: estas palabras constituyen a la vez una profecía y una promesa. Profetizan la debilidad de Simón que, ante una sierva y un siervo, negará conocer a Jesús. A través de esta caída, Pedro, y con él la Iglesia de todos los tiempos, debe aprender que la propia fuerza no basta por sí misma para edificar y guiar a la Iglesia del Señor. Nadie puede lograrlo con sus solas fuerzas.

Aunque Pedro parece capaz y valiente, fracasa ya en el primer momento de la prueba. «Tú, una vez convertido». El Señor le predice su caída, pero le promete también la conversión: «el Señor se volvió y miró a Pedro…» (Lc 22, 61). La mirada de Jesús obra la transformación y es la salvación de Pedro. Él, «saliendo, rompió a llorar amargamente» (Lc 22, 62).

Queremos implorar siempre de nuevo esta mirada salvadora de Jesús: por todos los que desempeñan una responsabilidad en la Iglesia; por todos los que sufren las confusiones de este tiempo; por los grandes y los pequeños: Señor, míranos siempre de nuevo y así levántanos de todas nuestras caídas y tómanos en tus manos amorosas.

El Señor encomienda a Pedro la tarea de confirmar a sus hermanos con la promesa de su oración. El encargo de Pedro se apoya en la oración de Jesús. Esto es lo que le da la seguridad de perseverar a través de todas las miserias humanas. Y el Señor le encomienda esta tarea en el contexto de la Cena, en conexión con el don de la santísima Eucaristía. En su realidad íntima, la Iglesia, fundada en el sacramento de la Eucaristía, es comunidad eucarística y así comunión en el Cuerpo del Señor. La tarea de Pedro consiste en presidir esta comunión universal, en mantenerla presente en el mundo como unidad también visible. Como dice san Ignacio de Antioquía, él, juntamente con toda la Iglesia de Roma, debe presidir la caridad, la comunidad del amor que proviene de Cristo y que supera siempre de nuevo los límites de lo privado para llevar el amor de Cristo hasta los confines de la tierra.

La tercera referencia al Primado se encuentra en el evangelio de san Juan (Jn 21, 15-19). El Señor ha resucitado y, como Resucitado, encomienda a Pedro su rebaño. También aquí se compenetran mutuamente la cruz y la resurrección. Jesús predice a Pedro que su camino se dirigirá hacia la cruz. En esta basílica, erigida sobre la tumba de Pedro, una tumba de pobres, vemos que el Señor precisamente así, a través de la cruz, vence siempre. No ejerce su poder como suele hacerse en este mundo. Es el poder del bien, de la verdad y del amor, que es más fuerte que la muerte. Sí, como vemos, su promesa es verdadera: los poderes de la muerte, las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia que él ha edificado sobre Pedro (cf. Mt 16, 18) y que él, precisamente de este modo, sigue edificando personalmente.

En esta solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, me dirijo de modo especial a vosotros, queridos arzobispos metropolitanos, que habéis venido de numerosos países del mundo para recibir el palio de manos del Sucesor de Pedro. Os saludo cordialmente a vosotros y a las personas que os acompañan.

Saludo, asimismo, con particular alegría a la delegación del Patriarcado ecuménico presidida por su eminencia Ioannis Zizioulas, metropolita de Pérgamo, presidente de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre católicos y ortodoxos. Expreso mi agradecimiento al Patriarca Bartolomé I y al Santo Sínodo por este signo de fraternidad, que pone de manifiesto el deseo y el compromiso de progresar con más rapidez por el camino de la unidad plena que Cristo imploró para todos sus discípulos.

Compartimos el ardiente deseo expresado un día por el Patriarca Atenágoras y el Papa Pablo VI: beber juntos del mismo cáliz y comer juntos el mismo Pan, que es el Señor mismo. En esta ocasión imploramos de nuevo que nos sea concedido pronto este don. Y damos gracias al Señor por encontrarnos unidos en la confesión que Pedro hizo en Cesarea de Filipo por todos los discípulos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Esta confesión queremos llevarla juntos al mundo de hoy.

Que nos ayude el Señor a ser, precisamente en este momento de nuestra historia, auténticos testigos de sus sufrimientos y partícipes de la gloria que está para manifestarse (cf. 1 P 5, 1). Amén.

20/04/2005 – MISSA PRO ECCLESIA

MISSA PRO ECCLESIA

PRIMER MENSAJE
DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL DE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
CON LOS CARDENALES ELECTORES EN LA CAPILLA SIXTINA

Miércoles 20 de abril de 2005

Pope Benedict XVI started his first day in office celebrating a mass in the Sistine Chapel with cardinals who elected him as leader of the world's 1.1 billion Roman Catholics in Rome, Italy on April 20, 2005.

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Venerados hermanos cardenales;
amadísimos hermanos y hermanas en Cristo;
todos vosotros, hombres y mujeres de buena voluntad:

1. ¡Gracia y paz en abundancia a todos vosotros! (cf. 1 P 1, 2). En mi espíritu conviven en estos momentos dos sentimientos opuestos. Por una parte, un sentimiento de incapacidad y de turbación humana por la responsabilidad con respecto a la Iglesia universal, como Sucesor del apóstol Pedro en esta Sede de Roma, que ayer me fue confiada. Por otra, siento viva en mí una profunda gratitud a Dios, que, como cantamos en la sagrada liturgia, no abandona nunca a su rebaño, sino que lo conduce a través de las vicisitudes de los tiempos, bajo la guía de los que él mismo ha escogido como vicarios de su Hijo y ha constituido pastores (cf. Prefacio de los Apóstoles, I).

Amadísimos hermanos, esta íntima gratitud por el don de la misericordia divina prevalece en mi corazón, a pesar de todo. Y lo considero como una gracia especial que me ha obtenido mi venerado predecesor Juan Pablo II.

Me parece sentir su mano fuerte que estrecha la mía; me parece ver sus ojos sonrientes y escuchar sus palabras, dirigidas en este momento particularmente a mí: «¡No tengas miedo!».

La muerte del Santo Padre Juan Pablo II y los días sucesivos han sido para la Iglesia y para el mundo entero un tiempo extraordinario de gracia. El gran dolor por su fallecimiento y la sensación de vacío que ha dejado en todos se han mitigado gracias a la acción de Cristo resucitado, que se ha manifestado durante muchos días en la multitudinaria oleada de fe, de amor y de solidaridad espiritual que culminó en sus exequias solemnes.

Podemos decir que el funeral de Juan Pablo II fue una experiencia realmente extraordinaria, en la que, de alguna manera, se percibió el poder de Dios que, a través de su Iglesia, quiere formar con todos los pueblos una gran familia mediante la fuerza unificadora de la Verdad y del Amor (cf. Lumen gentium, 1). En la hora de la muerte, configurado con su Maestro y Señor, Juan Pablo II coronó su largo y fecundo pontificado, confirmando en la fe al pueblo cristiano, congregándolo en torno a sí y haciendo que toda la familia humana se sintiera más unida.

¿Cómo no sentirse apoyados por este testimonio? ¿Cómo no experimentar el impulso que brota de este acontecimiento de gracia?

2. Contra todas mis previsiones, la divina Providencia, a través del voto de los venerados padres cardenales, me ha llamado a suceder a este gran Papa. En estos momentos vuelvo a pensar en lo que sucedió en la región de Cesarea de Filipo hace dos mil años. Me parece escuchar las palabras de Pedro: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo», y la solemne afirmación del Señor: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. (…) A ti te daré las llaves del reino de los cielos» (Mt 16, 15-19).

¡Tú eres el Cristo! ¡Tú eres Pedro! Me parece revivir esa misma escena evangélica; yo, Sucesor de Pedro, repito con estremecimiento las estremecedoras palabras del pescador de Galilea y vuelvo a escuchar con íntima emoción la consoladora promesa del divino Maestro. Si es enorme el peso de la responsabilidad que cae sobre mis débiles hombros, sin duda es inmensa la fuerza divina con la que puedo contar: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia» (Mt 16, 18). Al escogerme como Obispo de Roma, el Señor ha querido que sea su vicario, ha querido que sea la «piedra» en la que todos puedan apoyarse con seguridad. A él le pido que supla la pobreza de mis fuerzas, para que sea valiente y fiel pastor de su rebaño, siempre dócil a las inspiraciones de su Espíritu.

Me dispongo a iniciar este ministerio peculiar, el ministerio «petrino» al servicio de la Iglesia universal, abandonándome humildemente en las manos de la Providencia de Dios. Ante todo, renuevo a Cristo mi adhesión total y confiada: «In Te, Domine, speravi; non confundar in aeternum!».

A vosotros, venerados hermanos cardenales, con espíritu agradecido por la confianza que me habéis manifestado, os pido que me sostengáis con la oración y con la colaboración constante, activa y sabia. A todos los hermanos en el episcopado les pido también que me acompañen con la oración y con el consejo, para que pueda ser verdaderamente el «Siervo de los siervos de Dios».
Como Pedro y los demás Apóstoles constituyeron por voluntad del Señor un único Colegio apostólico, del mismo modo el Sucesor de Pedro y los obispos, sucesores de los Apóstoles, tienen que estar muy unidos entre sí, como reafirmó con fuerza el Concilio (cf. Lumen gentium, 22). Esta comunión colegial, aunque sean diversas las responsabilidades y las funciones del Romano Pontífice y de los obispos, está al servicio de la Iglesia y de la unidad en la fe de todos los creyentes, de la que depende en gran medida la eficacia de la acción evangelizadora en el mundo contemporáneo.
Por tanto, quiero proseguir por esta senda, por la que han avanzado mis venerados predecesores, preocupado únicamente de proclamar al mundo entero la presencia viva de Cristo.

3. Tengo ante mis ojos, en particular, el testimonio del Papa Juan Pablo II. Deja una Iglesia más valiente, más libre, más joven. Una Iglesia que, según su doctrina y su ejemplo, mira con serenidad al pasado y no tiene miedo al futuro. Con el gran jubileo ha entrado en el nuevo milenio, llevando en las manos el Evangelio, aplicado al mundo actual a través de la autorizada relectura del Concilio Vaticano II. El Papa Juan Pablo II presentó con acierto ese concilio como «brújula» para orientarse en el vasto océano del tercer milenio (cf. Novo millennio ineunte, 57-58). También en su testamento espiritual anotó: «Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado» (17.III.2000).

Por eso, también yo, al disponerme para el servicio del Sucesor de Pedro, quiero reafirmar con fuerza mi decidida voluntad de proseguir en el compromiso de aplicación del Concilio Vaticano II, a ejemplo de mis predecesores y en continuidad fiel con la tradición de dos mil años de la Iglesia. Este año se celebrará el cuadragésimo aniversario de la clausura de la asamblea conciliar (8 de diciembre de 1965). Los documentos conciliares no han perdido su actualidad con el paso de los años; al contrario, sus enseñanzas se revelan particularmente pertinentes ante las nuevas instancias de la Iglesia y de la actual sociedad globalizada.

4. Mi pontificado inicia, de manera particularmente significativa, mientras la Iglesia vive el Año especial dedicado a la Eucaristía. ¿Cómo no percibir en esta coincidencia providencial un elemento que debe caracterizar el ministerio al que he sido llamado?

La Eucaristía, corazón de la vida cristiana y manantial de la misión evangelizadora de la Iglesia, no puede menos de constituir siempre el centro y la fuente del servicio petrino que me ha sido confiado.

La Eucaristía hace presente constantemente a Cristo resucitado, que se sigue entregando a nosotros, llamándonos a participar en la mesa de su Cuerpo y su Sangre. De la comunión plena con él brota cada uno de los elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el compromiso de anuncio y de testimonio del Evangelio, y el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños.

Por tanto, en este año se deberá celebrar de un modo singular la solemnidad del Corpus Christi. Además, en agosto, la Eucaristía será el centro de la Jornada mundial de la juventud en Colonia y, en octubre, de la Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, cuyo tema será: «La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia». Pido a todos que en los próximos meses intensifiquen su amor y su devoción a Jesús Eucaristía y que expresen con valentía y claridad su fe en la presencia real del Señor, sobre todo con celebraciones solemnes y correctas.

Se lo pido de manera especial a los sacerdotes, en los que pienso en este momento con gran afecto. El sacerdocio ministerial nació en el Cenáculo, junto con la Eucaristía, como tantas veces subrayó mi venerado predecesor Juan Pablo II. «La existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, «forma eucarística»», escribió en su última Carta con ocasión del Jueves santo (n. 1). A este objetivo contribuye mucho, ante todo, la devota celebración diaria del sacrificio eucarístico, centro de la vida y de la misión de todo sacerdote.

5. Alimentados y sostenidos por la Eucaristía, los católicos no pueden menos de sentirse impulsados a la plena unidad que Cristo deseó tan ardientemente en el Cenáculo. El Sucesor de Pedro sabe que tiene que hacerse cargo de modo muy particular de este supremo deseo del divino Maestro, pues a él se le ha confiado la misión de confirmar a los hermanos (cf. Lc 22, 32).

Por tanto, con plena conciencia, al inicio de su ministerio en la Iglesia de Roma que Pedro regó con su sangre, su actual Sucesor asume como compromiso prioritario trabajar con el máximo empeño en el restablecimiento de la unidad plena y visible de todos los discípulos de Cristo. Esta es su voluntad y este es su apremiante deber. Es consciente de que para ello no bastan las manifestaciones de buenos sentimientos. Hacen falta gestos concretos que penetren en los espíritus y sacudan las conciencias, impulsando a cada uno a la conversión interior, que es el fundamento de todo progreso en el camino del ecumenismo.

El diálogo teológico es muy necesario. También es indispensable investigar las causas históricas de algunas decisiones tomadas en el pasado. Pero lo más urgente es la «purificación de la memoria», tantas veces recordada por Juan Pablo II, la única que puede disponer los espíritus para acoger la verdad plena de Cristo. Ante él, juez supremo de todo ser vivo, debe ponerse cada uno, consciente de que un día deberá rendirle cuentas de lo que ha hecho u omitido por el gran bien de la unidad plena y visible de todos sus discípulos.

El actual Sucesor de Pedro se deja interpelar en primera persona por esa exigencia y está dispuesto a hacer todo lo posible para promover la causa prioritaria del ecumenismo. Siguiendo las huellas de sus predecesores, está plenamente decidido a impulsar toda iniciativa que pueda parecer oportuna para fomentar los contactos y el entendimiento con los representantes de las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales. Más aún, a ellos les dirige, también en esta ocasión, el saludo más cordial en Cristo, único Señor de todos.

6. En este momento, vuelvo con la memoria a la inolvidable experiencia que hemos vivido todos con ocasión de la muerte y las exequias del llorado Juan Pablo II. En torno a sus restos mortales, depositados en la tierra desnuda, se reunieron jefes de naciones, personas de todas las clases sociales, y especialmente jóvenes, en un inolvidable abrazo de afecto y admiración. El mundo entero con confianza dirigió a él su mirada. A muchos les pareció que esa intensa participación, difundida hasta los confines del planeta por los medios de comunicación social, era como una petición común de ayuda dirigida al Papa por la humanidad actual, que, turbada por incertidumbres y temores, se plantea interrogantes sobre su futuro.

La Iglesia de hoy debe reavivar en sí misma la conciencia de su deber de volver a proponer al mundo la voz de Aquel que dijo: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12). Al iniciar su ministerio, el nuevo Papa sabe que su misión es hacer que resplandezca ante los hombres y las mujeres de hoy la luz de Cristo: no su propia luz, sino la de Cristo.

Con esta conciencia me dirijo a todos, también a los seguidores de otras religiones o a los que simplemente buscan una respuesta al interrogante fundamental de la existencia humana y todavía no la han encontrado. Me dirijo a todos con sencillez y afecto, para asegurarles que la Iglesia quiere seguir manteniendo con ellos un diálogo abierto y sincero, en busca del verdadero bien del hombre y de la sociedad.

Pope Benedict XVI started his first day in office celebrating a mass in the Sistine Chapel with cardinals who elected him as leader of the world's 1.1 billion Roman Catholics in Rome, Italy on April 20, 2005.

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Pido a Dios la unidad y la paz para la familia humana y reafirmo la disponibilidad de todos los católicos a colaborar en el auténtico desarrollo social, respetuoso de la dignidad de todo ser humano.

No escatimaré esfuerzos ni empeño para proseguir el prometedor diálogo entablado por mis venerados predecesores con las diferentes culturas, para que de la comprensión recíproca nazcan las condiciones de un futuro mejor para todos.

Pienso de modo especial en los jóvenes. A ellos, que fueron los interlocutores privilegiados del Papa Juan Pablo II, va mi afectuoso abrazo, a la espera de encontrarme con ellos, si Dios quiere, en Colonia, con ocasión de la próxima Jornada mundial de la juventud. Queridos jóvenes, que sois el futuro y la esperanza de la Iglesia y de la humanidad, seguiré dialogando con vosotros, escuchando vuestras expectativas para ayudaros a conocer cada vez con mayor profundidad a Cristo vivo, que es eternamente joven.

7. Mane nobiscum, Domine! ¡Quédate con nosotros, Señor! Esta invocación, que constituye el tema principal de la carta apostólica de Juan Pablo II para el Año de la Eucaristía, es la oración que brota de modo espontáneo de mi corazón, mientras me dispongo a iniciar el ministerio al que me ha llamado Cristo. Como Pedro, también yo le renuevo mi promesa de fidelidad incondicional. Sólo a él quiero servir dedicándome totalmente al servicio de su Iglesia.

Para poder cumplir esta promesa, invoco la materna intercesión de María santísima, en cuyas manos pongo el presente y el futuro de mi persona y de la Iglesia. Que intercedan también con su oración los santos apóstoles Pedro y Pablo y todos los santos.

Pope Benedict XVI started his first day in office celebrating a mass in the Sistine Chapel with cardinals who elected him as leader of the world's 1.1 billion Roman Catholics in Rome, Italy on April 20, 2005.

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Con estos sentimientos, os imparto mi afectuosa bendición a vosotros, venerados hermanos cardenales, a cada uno de los que participan en este rito y a cuantos lo siguen mediante la televisión y la radio.

15/04/2006 – VIGILIA PASCUAL

VIGILIA PASCUAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado Santo, 15 de abril de 2006

VATICAN-POPE-MASS-EASTER VIGIL

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«¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí, ha resucitado» (Mc 16, 6). Así dijo el mensajero de Dios, vestido de blanco, a las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús en el sepulcro. Y lo mismo nos dice también a nosotros el evangelista en esta noche santa:

Jesús no es un personaje del pasado. Él vive y, como ser viviente, camina delante de nosotros; nos llama a seguirlo a Él, el viviente, y a encontrar así también nosotros el camino de la vida.

«Ha resucitado…, no está aquí». Cuando Jesús habló por primera vez a los discípulos sobre la cruz y la resurrección, estos, mientras bajaban del monte de la Transfiguración, se preguntaban qué querría decir eso de «resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 10). En Pascua nos alegramos porque Cristo no ha quedado en el sepulcro, su cuerpo no ha conocido la corrupción; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos; nos alegramos porque Él es –como proclamamos en el rito del cirio pascual– Alfa y al mismo tiempo Omega, y existe por tanto, no sólo ayer, sino también hoy y por la eternidad (cf. Hb 13, 8). Pero, en cierto modo, vemos la resurrección tan fuera de nuestro horizonte, tan extraña a todas nuestras experiencias, que, entrando en nosotros mismos, continuamos con la discusión de los discípulos: ¿En qué consiste propiamente eso de «resucitar»? ¿Qué significa para nosotros? ¿Y para el mundo y la historia en su conjunto? Un teólogo alemán dijo una vez con ironía que el milagro de un cadáver reanimado –si es que eso hubiera ocurrido verdaderamente, algo en lo que no creía– sería a fin de cuentas irrelevante para nosotros porque, justamente, no nos concierne. En efecto, el que solamente una vez alguien haya sido reanimado, y nada más, ¿de qué modo debería afectarnos? Pero la resurrección de Cristo es precisamente algo más, una cosa distinta. Es –si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia.

Por tanto, la discusión comenzada con los discípulos comprendería las siguientes preguntas: ¿Qué es lo que sucedió allí? ¿Qué significa eso para nosotros, para el mundo en su conjunto y para mí personalmente? Ante todo: ¿Qué sucedió? Jesús ya no está en el sepulcro. Está en una vida nueva del todo. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? ¿Qué fuerzas han intervenido? Es decisivo que este hombre Jesús no estuviera solo, no fuera un Yo cerrado en sí mismo. Él era uno con el Dios vivo, unido talmente a Él que formaba con Él una sola persona. Se encontraba, por así decir, en un mismo abrazo con Aquél que es la vida misma, un abrazo no solamente emotivo, sino que abarcaba y penetraba su ser. Su propia vida no era solamente suya, era una comunión existencial con Dios y un estar insertado en Dios, y por eso no se le podía quitar realmente. Él pudo dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte. Expresemos una vez más lo mismo desde otro punto de vista.
Su muerte fue un acto de amor. En la última Cena, Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo.

Está claro que este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí. Pero, ¿cómo ocurre esto? ¿Cómo puede llegar efectivamente este acontecimiento hasta mí y atraer mi vida hacia Él y hacia lo alto? La respuesta, en un primer momento quizás sorprendente pero completamente real, es la siguiente: dicho acontecimiento me llega mediante la fe y el bautismo. Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual, como se subraya también en esta celebración con la administración de los sacramentos de la iniciación cristiana a algunos adultos de diversos países.

El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida.

¿Cómo lo podemos entender? Pienso que lo que ocurre en el Bautismo se puede aclarar más fácilmente para nosotros si nos fijamos en la parte final de la pequeña autobiografía espiritual que san Pablo nos ha dejado en su Carta a los Gálatas. Concluye con las palabras que contienen también el núcleo de dicha biografía: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (2, 20). Vivo, pero ya no soy yo. El yo mismo, la identidad esencial del hombre –de este hombre, Pablo– ha cambiado. Él todavía existe y ya no existe. Ha atravesado un «no» y sigue encontrándose en este «no»: Yo, pero «no» más yo. Con estas palabras, Pablo no describe una experiencia mística cualquiera, que tal vez podía habérsele concedido y, si acaso, podría interesarnos desde el punto de vista histórico. No, esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo. Se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues, está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia. Pablo nos explica lo mismo una vez más bajo otro aspecto cuando, en el tercer capítulo de la Carta a los Gálatas, habla de la «promesa» diciendo que ésta se dio en singular, a uno solo: a Cristo. Sólo él lleva en sí toda la «promesa».
Pero, ¿qué sucede entonces con nosotros? Vosotros habéis llegado a ser uno en Cristo, responde Pablo (cf. Ga 3, 28). No sólo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo. Esta liberación de nuestro yo de su aislamiento, este encontrarse en un nuevo sujeto es un encontrarse en la inmensidad de Dios y ser trasladados a una vida que ha salido ahora ya del contexto del «morir y devenir». El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para atraernos.
Quedamos así asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en medio de las tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos. Vivir la propia vida como un continuo entrar en este espacio abierto: éste es el sentido del ser bautizado, del ser cristiano. Ésta es la alegría de la Vigilia pascual. La resurrección no ha pasado, la resurrección nos ha alcanzado e impregnado. A ella, es decir al Señor resucitado, nos sujetamos, y sabemos que también Él nos sostiene firmemente cuando nuestras manos se debilitan. Nos agarramos a su mano, y así nos damos la mano unos a otros, nos convertimos en un sujeto único y no solamente en una sola cosa. Yo, pero no más yo: ésta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la resurrección en el tiempo. Yo, pero no más yo: si vivimos de este modo transformamos el mundo. Es la fórmula de contraste con todas las ideologías de la violencia y el programa que se opone a la corrupción y a las aspiraciones del poder y del poseer.

«Viviréis, porque yo sigo viviendo», dice Jesús en el Evangelio de San Juan (14, 19) a sus discípulos, es decir, a nosotros. Viviremos mediante la comunión existencial con Él, por estar insertos en Él, que es la vida misma. La vida eterna, la inmortalidad beatífica, no la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros mismos, sino por una relación, mediante la comunión existencial con Aquél que es la Verdad y el Amor y, por tanto, es eterno, es Dios mismo. La mera indestructibilidad del alma, por sí sola, no podría dar un sentido a una vida eterna, no podría hacerla una vida verdadera. La vida nos llega del ser amados por Aquél que es la Vida; nos viene del vivir con Él y del amar con Él. Yo, pero no más yo: ésta es la vía de la Cruz, la vía que «cruza» una existencia encerrada solamente en el yo, abriendo precisamente así el camino a la alegría verdadera y duradera.

De este modo, llenos de gozo, podemos cantar con la Iglesia en el Exultet: «Exulten por fin los coros de los ángeles… Goce también la tierra». La resurrección es un acontecimiento cósmico, que comprende cielo y tierra, y asocia el uno con la otra. Y podemos proclamar también con el Exultet: «Cristo, tu hijo resucitado… brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos». Amén.

14/04/2006 – CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

CELEBRACIÓN DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

HOMILÍA DEL PADRE RANIERO CANTALAMESSA, O.F.M. Cap.

Basílica de San Pedro
Viernes santo 14 de abril de 2006

Pope Benedict XVI carries the cross as h

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1. «¡Sed, cristianos, más firmes al moveros!»

«Vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se harán con un montón de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas» (2 Tm 4, 3-4).

Estas palabras de la Escritura, sobre todo la alusión al prurito de oír novedades, se está realizando de modo nuevo e impresionante en nuestros días. Mientras nosotros celebramos aquí el recuerdo de la pasión y muerte del Salvador, millones de personas son inducidas por hábiles manipuladores de antiguas leyendas a creer que Jesús de Nazaret, en realidad, nunca fue crucificado. En Estados Unidos hay un best seller del momento, una edición del Evangelio de Tomás, presentado como el evangelio que «nos evita la crucifixión, hace innecesaria la resurrección y no nos obliga a creer en ningún Dios llamado Jesús»[1].

«Existe una percepción penosa en la naturaleza humana —escribía hace años el mayor estudioso bíblico de la historia de la Pasión, Raymond Brown—:  cuanto más fantástico es el escenario imaginado, más sensacional es la propaganda que recibe y más fuerte el interés que suscita.

Personas que jamás se molestarían en leer un análisis serio de las tradiciones históricas sobre la pasión, muerte y resurrección de Jesús, se sienten fascinadas por cada nueva teoría según la cual él no fue crucificado y no murió, especialmente si la continuación de la historia incluye su fuga con María Magdalena hacia la India… (o hacia Francia, según la versión más actualizada)… Estas teorías demuestran que cuando se trata de la pasión de Jesús, a pesar de la máxima popular, la ficción supera la realidad y frecuentemente, se pretenda o no, es más rentable»[2].

Se habla mucho de la traición de Judas, y no se percibe que se está repitiendo. Cristo sigue siendo vendido, ya no a los jefes del sanedrín por treinta monedas, sino a editores y libreros por miles de millones de monedas… Nadie conseguirá frenar esta ola especulativa que, al contrario, aumentará mucho con la inminente salida de cierta película; pero, habiéndome ocupado durante años de historia de los orígenes cristianos, siento el deber de llamar la atención sobre un error enorme que está en el fondo de toda esta literatura pseudo-histórica.

Los evangelios apócrifos sobre los que se apoyan son textos conocidos desde siempre, en su totalidad o en parte, pero con los que ni siquiera los historiadores más críticos y hostiles hacia el cristianismo jamás pensaron, antes de hoy, que se pudiera hacer historia. Sería como si dentro de algunos siglos se pretendiera reconstruir la historia actual basándose en novelas escritas en nuestra época.

El error enorme consiste en el hecho de que se utilizan estos escritos para hacerles decir exactamente lo contrario de lo que pretendían. Esos escritos forman parte de la literatura gnóstica de los siglos II y III. La visión gnóstica —una mezcla de dualismo platónico y de doctrinas orientales revestida de ideas bíblicas— sostiene  que el mundo material es  una ilusión, obra del Dios del Antiguo  Testamento, que es un dios malo, o al menos inferior; Cristo no murió en la cruz porque jamás había asumido, más que en apariencia, un cuerpo humano, siendo este indigno de Dios (docetismo).

Si Jesús, según el Evangelio de Judas, del que se ha hablado mucho estos días, ordena él mismo al apóstol que lo traicione es porque, al morir, el espíritu divino que está en él podrá finalmente liberarse de la implicación de la carne y volver a subir al cielo. El matrimonio orientado a los nacimientos hay que evitarlo (encratismo); la mujer sólo se salvará si el «principio femenino» (thelus) personificado por ella se transforma en el principio masculino, esto es, si deja de ser mujer [3].

Lo ridículo es que actualmente hay quien cree ver en estos escritos la exaltación del principio femenino, de la sexualidad, del goce pleno y sin inhibiciones de este mundo material, en polémica con la Iglesia oficial que, con su maniqueísmo, siempre habría conculcado todo ello. Es el mismo error que se observa a propósito de la doctrina de la reencarnación. Presente en las religiones orientales como un castigo debido a culpas precedentes y como algo a lo que se quiere poner fin con todas las fuerzas, la reencarnación es adoptada en Occidente como una maravillosa posibilidad de volver a vivir y a gozar indefinidamente de este mundo.

Son temas que no merecerían tratarse en este lugar y en este día, pero no podemos permitir que el silencio de los creyentes sea tomado por vergüenza y que la buena fe (¿o la necedad?) de millones de personas sea torpemente manipulada por los medios de comunicación sin alzar un grito de protesta, no sólo en nombre de la fe, sino también del sentido común y de la sana razón. Creo que es el momento de volver a oír la advertencia de Dante Alighieri:

«Sed, cristianos, más firmes al moveros:
no seáis como pluma a cualquier soplo,
y no penséis que os lave cualquier agua.

Tenéis el antiguo y nuevo Testamento,
y el pastor de la Iglesia que os conduce;
y esto es bastante ya para salvaros…

¡Sed hombres, y no ovejas insensatas!»[4].

2. La Pasión precedió a la Encarnación

Pero dejemos de lado esas fantasías, que tienen todas una explicación común:  estamos en la era de los medios de comunicación, y a estos medios más que la verdad les interesa la novedad. Concentrémonos en el misterio que estamos celebrando. El mejor modo de reflexionar, este año, en el misterio del Viernes santo sería releer en su totalidad la primera parte de la encíclica del Papa Deus caritas est. Al no poder hacerlo aquí, desearía al menos comentar algunos  de sus pasajes que se refieren más directamente  al  misterio de este día. Leemos en la encíclica:

«Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla san Juan, ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta carta encíclica:  «Dios es amor». Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar»[5].

Sí, ¡Dios es amor! Si todas las Biblias del mundo —se ha dicho— fueran destruidas por alguna catástrofe o furor iconoclasta y quedara sólo un ejemplar, y también este ejemplar estuviera tan dañado  que sólo quedara una página entera, e igualmente esta página estuviera tan estropeada que sólo se pudiera leer una línea:  si tal línea es la de la primera carta de san Juan, donde está escrito:  «Dios es amor», toda la Biblia se habría salvado, porque todo su contenido está ahí.

El amor de Dios es luz, es felicidad, es plenitud de vida. Es el torrente que Ezequiel vio salir del templo y que, donde llega, sana y suscita vida; es el agua, prometida a la samaritana, que sacia toda sed. Jesús también nos repite a nosotros, como a ella:  «¡Si conocieras el don de Dios!». Yo viví mi infancia en una casa de campo a pocos metros de un tendido eléctrico de alta tensión, pero nosotros vivíamos a oscuras o a la luz de las velas. Entre nosotros y el tendido estaba el ferrocarril, y, con la guerra en marcha, nadie pensaba en superar ese pequeño obstáculo. Así ocurre con el amor de Dios:  está ahí, al alcance de la mano, capaz de iluminar y calentar todo en nuestra vida, pero nosotros pasamos la existencia en la oscuridad y el frío. Es el único motivo verdadero de tristeza de la vida.

Dios es amor, y la cruz de Cristo es la prueba suprema de ello, la demostración histórica. Hay dos modos de manifestar el amor hacia alguien, decía un autor del Oriente bizantino, Nicolás Cabasilas. El primero consiste en hacer el bien a la persona amada, en hacerle regalos; el segundo, mucho más comprometido, consiste en sufrir por ella. Dios nos amó del primer modo, o sea, con amor de generosidad, en la creación, cuando nos colmó de dones, dentro y fuera de nosotros; y nos amó con amor de sufrimiento en la redención, cuando inventó su propio anonadamiento, sufriendo por nosotros los más terribles padecimientos, a fin de convencernos de su amor [6]. Por ello, es en la cruz donde se debe contemplar ya la verdad de que «Dios es amor».

La palabra «pasión» tiene dos significados:  puede indicar un amor vehemente, «pasional», o bien un sufrimiento mortal. Existe una continuidad entre las dos cosas, y la experiencia diaria muestra cuán fácilmente de una se pasa a la otra. Así fue también, y antes que nada, en Dios. Hay una pasión —escribió Orígenes— que precede a la encarnación. Es «la pasión de amor» que Dios desde siempre alimenta hacia el género humano y que, en la plenitud de los tiempos, lo llevó a venir a la tierra y padecer por nosotros[7] .

3. Tres órdenes de grandeza

La encíclica Deus caritas est nos indica un nuevo modo de hacer apología de la fe cristiana, tal vez el único posible hoy, y ciertamente el más eficaz. No contrapone los valores sobrenaturales a los naturales, el amor divino al amor humano, el eros al agapé, sino que muestra su armonía originaria, que siempre hay que redescubrir y sanar a causa del pecado y de la fragilidad humana. «El eros —escribe el Papa— quiere remontarnos «en éxtasis» hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación»[8]. Ciertamente, el Evangelio está en competencia con los ideales humanos, pero en el sentido de que contribuye a su realización:  los sana, los eleva, los protege. No excluye de la vida el eros; sólo excluye del eros el veneno del egoísmo.

Existen tres órdenes de grandeza, dijo Pascal en un célebre pensamiento[9]. El primero es el orden material o de los cuerpos:  en él sobresale quien tiene muchos bienes, quien está dotado de fuerza atlética o de belleza física. Es un valor que no hay que despreciar, pero es el más bajo. Por encima de él está el orden del genio y de la inteligencia, en el que se distinguen los pensadores, los inventores, los científicos, los artistas, los poetas. Este es un orden de calidad diferente. Al genio no le añade ni le quita nada ser rico o pobre, guapo o feo. La deformidad física de su persona no quita nada a la belleza del pensamiento de Sócrates y de la poesía de Leopardi.

El valor del genio es ciertamente más elevado que el precedente, pero no es aún el supremo. Por encima de él existe otro orden de grandeza, y es el orden del amor, de la bondad (Pascal lo llama el orden de la santidad y de la gracia). Una gota de santidad —decía Gounod— vale más que un océano de genio. Al santo no le añade ni le quita nada ser guapo o feo, docto o iletrado. Su grandeza es de un orden distinto.

El cristianismo pertenece a este tercer nivel. En la novela Quo vadis, un pagano pregunta al apóstol san Pedro, recién llegado a Roma:  «Atenas nos ha dado la sabiduría, Roma el poder; vuestra religión, ¿qué nos ofrece?». Y Pedro le responde:  ¡el amor![10] . El amor es lo más frágil que existe en el mundo; se le suele representar como un niño, y lo es. Se le puede matar muy fácilmente, como se puede hacer con un niño —lo hemos comprobado con horror en Italia en las pasadas semanas—. Pero sabemos por experiencia en qué se convierten el poder y la ciencia, la fuerza y el genio, sin el amor y la bondad…

4. Amor que perdona

«El eros de Dios para con el hombre —prosigue la encíclica—, es a la vez agapé. No sólo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona» (n. 10).

También esta cualidad resplandece en el grado máximo en el misterio de la cruz. «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos», había dicho Jesús en el Cenáculo (Jn 15, 13).
Desearíamos exclamar:  Sí que existe, oh Cristo, un amor mayor que dar la vida por los amigos. ¡El tuyo! ¡Tú no diste la vida por tus amigos, sino por tus enemigos! San Pablo dice que a duras penas se encuentra alguien que esté dispuesto a morir por un justo, pero se encuentra. «Por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir; más la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros; Cristo murió por los impíos en el tiempo señalado» (Rm 5, 6-8).

Sin embargo no se tarda en descubrir que el contraste es sólo aparente. La palabra «amigos» en sentido activo indica aquellos que te aman, pero en sentido pasivo indica aquellos que son amados por ti. Jesús llama a Judas «amigo» (Mt 26, 50) no porque Judas lo amara a él, sino porque él amaba a Judas. No hay mayor amor que dar la propia vida por los enemigos, considerándolos amigos:  he aquí el sentido de la frase de Jesús. Los hombres pueden ser o presentarse como enemigos de Dios; pero Dios nunca podrá ser enemigo del hombre. Es la terrible ventaja de los hijos sobre los padres (y sobre las madres).

Debemos reflexionar de qué modo el amor de Cristo en la cruz puede ayudar concretamente al hombre de hoy a encontrar, como dice la encíclica, «la orientación de su vivir y de su amar». El amor de Cristo en la cruz es un amor de misericordia, que disculpa y perdona, que no quiere destruir al enemigo, sino en todo caso la enemistad (cf. Ef 2, 16). Jeremías, el más cercano entre los hombres al Cristo de la Pasión, ruega a Dios diciendo:  «Vea yo tu venganza contra ellos» (Jr 11, 20); Jesús muere diciendo:  «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34).

Es precisamente esta misericordia y capacidad de perdón lo que necesitamos hoy para no resbalar cada vez más hacia el abismo de una violencia globalizada. El Apóstol escribía a los Colosenses:  «Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col 3, 12-13).

Tener misericordia significa apiadarse (misereor) en el corazón (cordis) con respecto al propio enemigo, comprender de qué masa estamos hechos todos y por lo tanto perdonar. ¿Qué ocurriría si, por un milagro de la historia, en Oriente Próximo, los dos pueblos en lucha desde hace décadas, en vez de pensar en las culpas empezaran a pensar los unos en el sufrimiento de los otros, a apiadarse los unos de los otros? Ya no sería necesario ningún muro de división entre ellos. Lo mismo se debe decir de muchos otros conflictos presentes en el mundo, incluidos los que existen entre las diferentes confesiones religiosas e Iglesias cristianas.

¡Cuánta verdad encierra el verso de nuestro poeta Pascoli!:  «¡Hombres, tened paz! Que en la prona tierra es grande el misterio» [11]. Un destino común de muerte se cierne sobre todos. La humanidad está envuelta por tanta oscuridad e inclinada («prona») bajo tanto sufrimiento que deberíamos tener un poco de compasión y solidaridad los unos con los otros.

5. El deber de amar

Hay otra enseñanza que nos viene del amor de Dios manifestado en la cruz de Cristo. El amor de Dios hacia el hombre es fiel y eterno:  «Con amor eterno te he amado», dice Dios al hombre en los profetas (Jr, 31, 3), y también:  «En mi lealtad no fallaré» (Sal 89, 34). Dios se ha vinculado a amar para siempre, se ha privado de la libertad de dar marcha atrás. Este es el sentido profundo de la alianza que en Cristo se ha transformado en «nueva y eterna».

En la encíclica del Papa leemos:  «El desarrollo  del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima purificación conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido:  en cuanto implica exclusividad —»sólo esta persona»—, y en el sentido del «para siempre». El amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, incluido también el tiempo. No podría ser de otra manera, puesto que su promesa apunta a lo definitivo:  el amor tiende a la eternidad»[12].

En nuestra sociedad la gente se pregunta cada vez con mayor frecuencia qué relación puede haber entre el amor de dos jóvenes y la ley del matrimonio; qué necesidad tiene de «vincularse» el amor, que es todo impulso y espontaneidad. Así, son cada vez más numerosos quienes rechazan la institución del matrimonio y optan por el llamado amor libre o la simple convivencia de hecho. Sólo si se descubre la relación profunda y vital que hay entre ley y amor, entre decisión e institución, se puede responder correctamente a esas preguntas y dar a los jóvenes un motivo convincente para «vincularse» a amar para siempre y no tener miedo a hacer del amor un «deber».

«Sólo cuando existe el deber de amar —apuntó el filósofo que, después de Platón, ha escrito las cosas más bellas sobre el amor, Kierkegaard—, sólo entonces el amor está garantizado para siempre contra cualquier alteración; eternamente liberado en feliz independencia; asegurado en eterna bienaventuranza contra cualquier desesperación»[13] . El sentido de estas palabras es que la persona que ama, cuanto más intensamente ama, tanto más percibe con angustia el peligro que corre su amor. Peligro que no viene de otros, sino de ella misma. Sabe bien que es voluble, y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y no amar más, o cambiar el objeto de su amor. Y ya que, ahora que está en la luz del amor, ve con claridad la pérdida irreparable que esto comportaría, he aquí que se previene «atándose» a amar con el vínculo del deber y anclando, de este modo, en la eternidad su acto de amor realizado en el tiempo.

Ulises deseaba volver a ver su patria y a su esposa, pero tenía que atravesar el lugar de las sirenas, que hechizaban a los navegantes con su canto y los llevaban a estrellarse contra las rocas. ¿Qué hizo? Mandó que lo ataran al mástil de la nave, después de haber tapado con cera los oídos a sus compañeros. Al llegar a ese lugar, hechizado, pedía a gritos que lo desataran para poder alcanzar a las sirenas, pero sus compañeros no podían oírlo, y así pudo volver a ver su patria y volver a abrazar a su esposa y a su hijo[14]. Es un mito, pero ayuda a entender el porqué, también humano y existencial, del matrimonio «indisoluble» y, en un plano diferente, de los votos religiosos.

El deber de amar protege al amor de la «desesperación» y lo hace «feliz e independiente» en el sentido de que protege de la desesperación de no poder amar para siempre. Dadme un verdadero enamorado —decía el mismo pensador— y él os dirá si, en amor, existe oposición entre placer y deber, si el pensamiento de «deber» amar para toda la vida procura al amante temor y angustia, o más bien gozo y felicidad total.

Al aparecerse, un día de Semana santa, a la beata Ángela de Foligno, Cristo le dijo unas palabras que se han hecho célebres:  «¡No te he amado en broma!» [15]. Cristo verdaderamente no nos ha amado en broma. Existe una dimensión lúdica y graciosa en el amor, pero el amor mismo no es una broma; es lo más serio y lo más cargado de consecuencias que existe en el mundo; la vida humana depende de él. Esquilo compara el amor con un leoncillo que se cría en casa, «al inicio, más dócil y tierno que un niño», con el que se puede incluso bromear, pero que, al crecer, puede causar estragos y manchar la casa de sangre[16] .

Estas consideraciones no bastarán para modificar la cultura actual que exalta la libertad de cambiar y la espontaneidad del momento, la práctica del «usar y tirar» aplicada también al amor.
(Lamentablemente, se encargará de hacerlo la vida, cuando al final uno se encuentre con cenizas en la mano y la tristeza de no haber construido nada duradero con el propio amor). Pero ojalá que por lo menos sirvan para confirmar la bondad y la belleza de la propia elección a aquellos que han decidido vivir el amor entre el hombre y la mujer según el proyecto de Dios; y sirvan para animar a muchos jóvenes a hacer la misma opción.

No nos queda más que entonar con san Pablo el himno al amor victorioso de Dios. Nos invita a realizar con él una maravillosa experiencia de curación interior. Piensa en todas las cosas negativas y en los momentos críticos de su vida:  la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada. Los contempla a la luz de la certeza del amor de Dios y grita:  «Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó».

Alza entonces la mirada; desde su vida personal pasa a considerar el mundo que lo rodea y el destino humano universal, y de nuevo surge la misma certeza gozosa:  «Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida…, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá jamás separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8, 37-39).

Aceptemos su invitación, en este Viernes de pasión, y repitamos interiormente sus palabras mientras, dentro de poco, adoremos la cruz de Cristo.


Notas

[1] H. Bloom, en el ensayo interpretativo que acompaña la edición de M. Meyer, The Gospel of Thomas, Harper-San Francisco, s.d., p. 125.

[2] R. Brown, The Death of the Messiah, II, Nueva York 1998, pp. 1092-1096.

[3]Ver el logion 114 en el mismo Evangelio de Tomás (ed. Mayer, p. 63); en el Evangelio de los Egipcios Jesús dice:  «He venido a destruir las obras de la mujer» (cf. Clemente Al., Stromati, III, 63). Esto explica por qué el Evangelio de Tomás se convirtió en el evangelio de los maniqueos, mientras que fue combatido severamente por los autores eclesiásticos (por ejemplo, por Hipólito de Roma) que defendían la bondad del matrimonio y de la creación en general.

[4] Paraíso, V, 73-80.

[5] Deus caritas est, 12.

[6] Cf. N. Cabasilas, Vida en Cristo, VI, 2:  PG 150, 645.

[7] Cf. Orígenes, Homilías sobre Ezequiel, 6, 6:  GCS, 1925, p. 384 s.

[8] Deus caritas est, 5.

[9] Cf. B. Pascal, Pensamientos, 793, ed. Brunschvicg.

[10] Henryk Sienkiewicz, Quo vadis, c. 33.

[11] Giovanni Pascoli, «I due fanciulli».

[12] Deus caritas est, 6.

[13] S. Kierkegaard, Gli atti dell’amore, I, 2, 40, ed. a cargo de C. Fabro, Milán 1983, pp. 177 ss.

[14] Cf. Odisea, canto XII.

[15] Il libro della Beata Angela da Foligno, Instructio 23 (ed. Quaracchi, Grottaferrata 1985, p. 612).

[16] Esquilo, Agamenón, vv. 717 ss.