Archivo de la categoría: CATECISMOS SOBRE LOS APÓSTOLES

04/10/2006 – SAN BARTOLOMÉ

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 4 de octubre de 2006

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Bartolomé

Queridos hermanos y hermanas:

En la serie de los Apóstoles llamados por Jesús durante su vida terrena, hoy nuestra atención se centra en el apóstol Bartolomé. En las antiguas listas de los Doce siempre aparece antes de Mateo, mientras que varía el nombre de quien lo precede y que puede ser Felipe (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 14) o bien Tomás (cf. Hch 1, 13). Su nombre es claramente un patronímico, porque está formulado con una referencia explícita al nombre de su padre. En efecto, se trata de un nombre probablemente de origen arameo, bar Talmay, que significa precisamente «hijo de Talmay».

De Bartolomé no tenemos noticias relevantes; en efecto, su nombre aparece siempre y solamente dentro de las listas de los Doce citadas anteriormente y, por tanto, no se encuentra jamás en el centro de ninguna narración.

Pero tradicionalmente se lo identifica con Natanael: un nombre que significa «Dios ha dado». Este Natanael provenía de Caná (cf. Jn 21, 2) y, por consiguiente, es posible que haya sido testigo del gran «signo» realizado por Jesús en aquel lugar (cf. Jn 2, 1-11). La identificación de los dos personajes probablemente se deba al hecho de que este Natanael, en la escena de vocación narrada por el evangelio de san Juan, está situado al lado de Felipe, es decir, en el lugar que tiene Bartolomé en las listas de los Apóstoles referidas por los otros evangelios.

A este Natanael Felipe le comunicó que había encontrado a «ese del que escribió Moisés en la Ley, y también los profetas: Jesús el hijo de José, el de Nazaret» (Jn 1, 45). Como sabemos, Natanael le manifestó un prejuicio más bien fuerte: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1, 46). Esta especie de contestación es, en cierto modo, importante para nosotros. En efecto, nos permite ver que, según las expectativas judías, el Mesías no podía provenir de una aldea tan oscura como era precisamente Nazaret (véase también Jn 7, 42). Pero, al mismo tiempo, pone de relieve la libertad de Dios, que sorprende nuestras expectativas manifestándose precisamente allí donde no nos lo esperaríamos. Por otra parte, sabemos que en realidad Jesús no era exclusivamente «de Nazaret», sino que había nacido en Belén (cf. Mt 2, 1; Lc 2, 4) y que, en último término, venía del cielo, del Padre que está en los cielos.

La historia de Natanael nos sugiere otra reflexión: en nuestra relación con Jesús no debemos contentarnos sólo con palabras. Felipe, en su réplica, dirige a Natanael una invitación significativa: «Ven y lo verás» (Jn 1, 46).

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Nuestro conocimiento de Jesús necesita sobre todo una experiencia viva: el testimonio de los demás ciertamente es importante, puesto que por lo general toda nuestra vida cristiana comienza con el anuncio que nos llega a través de uno o más testigos. Pero después nosotros mismos debemos implicarnos personalmente en una relación íntima y profunda con Jesús. De modo análogo los samaritanos, después de haber oído el testimonio de su conciudadana, a la que Jesús había encontrado junto al pozo de Jacob, quisieron hablar directamente con él y, después de ese coloquio, dijeron a la mujer: «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4, 42).

Volviendo a la escena de vocación, el evangelista nos refiere que, cuando Jesús ve a Natanael acercarse, exclama: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1, 47). Se trata de un elogio que recuerda el texto de un salmo: «Dichoso el hombre… en cuyo espíritu no hay fraude» (Sal 32, 2), pero que suscita la curiosidad de Natanael, que replica asombrado: «¿De qué me conoces?» (Jn 1, 48). La respuesta de Jesús no es inmediatamente comprensible. Le dice: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Jn 1, 48). No sabemos qué había sucedido bajo esa higuera. Es evidente que se trata de un momento decisivo en la vida de Natanael.

Él se siente tocado en el corazón por estas palabras de Jesús, se siente comprendido y llega a la conclusión: este hombre sabe todo sobre mí, sabe y conoce el camino de la vida, de este hombre puedo fiarme realmente. Y así responde con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Jn 1, 49). En ella se da un primer e importante paso en el itinerario de adhesión a Jesús. Las palabras de Natanael presentan un doble aspecto complementario de la identidad de Jesús: es reconocido tanto en su relación especial con Dios Padre, de quien es Hijo unigénito, como en su relación con el pueblo de Israel, del que es declarado rey, calificación propia del Mesías esperado. No debemos perder de vista jamás ninguno de estos dos componentes, ya que si proclamamos solamente la dimensión celestial de Jesús, corremos el riesgo de transformarlo en un ser etéreo y evanescente; y si, por el contrario, reconocemos solamente su puesto concreto en la historia, terminamos por descuidar la dimensión divina que propiamente lo distingue.

Sobre la sucesiva actividad apostólica de Bartolomé-Natanael no tenemos noticias precisas. Según una información referida por el historiador Eusebio, en el siglo IV, un tal Panteno habría encontrado incluso en la India signos de la presencia de Bartolomé (cf. Hist. eccl. V, 10, 3). En la tradición posterior, a partir de la Edad Media, se impuso la narración de su muerte desollado, que llegó a ser muy popular. Pensemos en la conocidísima escena del Juicio final en la capilla Sixtina, en la que Miguel Ángel pintó a san Bartolomé sosteniendo en la mano izquierda su propia piel, en la cual el artista dejó su autorretrato.

Sus reliquias se veneran aquí, en Roma, en la iglesia dedicada a él en la isla Tiberina, adonde las habría llevado el emperador alemán Otón III en el año 983. Concluyendo, podemos decir que la figura de san Bartolomé, a pesar de la escasez de informaciones sobre él, de todos modos sigue estando ante nosotros para decirnos que la adhesión a Jesús puede vivirse y testimoniarse también sin la realización de obras sensacionales. Extraordinario es, y seguirá siéndolo, Jesús mismo, al que cada uno de nosotros está llamado a consagrarle su vida y su muerte.


Saludos

Saludo cordialmente a los visitantes de lengua española, en especial al grupo de la Junta de Castilla y León y a los diversos grupos parroquiales de España; saludo también a los peregrinos de México y de otros países latinoamericanos. Os animo, siguiendo al apóstol Bartolomé, a consagraros por entero a Cristo, especialmente en la sencillez de vuestra vida cotidiana. ¡Que Dios os bendiga!

(En portugués)
Que el Padre celestial derrame sus dones sobre vosotros y vuestras familias, a las que bendigo de corazón.

(A los fieles polacos de la diócesis de Siedlce)
Habéis venido aquí con vuestro obispo para dar gracias nuevamente a Dios con ocasión del décimo aniversario de la beatificación de los mártires de Podlasie por Juan Pablo II. Estos mártires nos dan el ejemplo de su gran amor a la Iglesia y al Papa. Que sean para todos un ejemplo de fe consciente y madura. ¡Alabado sea Jesucristo!

(En croata)
Ojalá que la plegaria de la corona a la Virgen sea el momento significativo de vuestro encuentro diario personal y familiar con Dios.

(En italiano)
Saludo finalmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. El luminoso ejemplo de san Francisco de Asís, del que celebramos hoy la fiesta, os estimule a vosotros, queridos jóvenes, a proyectar vuestro futuro en plena fidelidad al Evangelio. A vosotros, queridos enfermos, os ayude a afrontar el sufrimiento con valentía, hallando en Cristo crucificado luz y consuelo. A vosotros, queridos recién casados, os lleve a un amor cada vez más generoso.

27/09/2006 – TOMÁS

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 27 de septiembre de 2006

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Tomás

Queridos hermanos y hermanas:

Prosiguiendo nuestros encuentros con los doce Apóstoles elegidos directamente por Jesús, hoy dedicamos nuestra atención a Tomás. Siempre presente en las cuatro listas del Nuevo Testamento, es presentado en los tres primeros evangelios junto a Mateo (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15), mientras que en los Hechos de los Apóstoles aparece junto a Felipe (cf. Hch 1, 13). Su nombre deriva de una raíz hebrea, «ta’am», que significa «mellizo». De hecho, el evangelio de san Juan lo llama a veces con el apodo de «Dídimo» (cf. Jn 11, 16; 20, 24; 21, 2), que en griego quiere decir precisamente «mellizo». No se conoce el motivo de este apelativo.

El cuarto evangelio, sobre todo, nos ofrece algunos rasgos significativos de su personalidad. El primero es la exhortación que hizo a los demás apóstoles cuando Jesús, en un momento crítico de su vida, decidió ir a Betania para resucitar a Lázaro, acercándose así de manera peligrosa a Jerusalén (cf. Mc 10, 32). En esa ocasión Tomás dijo a sus condiscípulos: «Vayamos también nosotros a morir con él» (Jn 11, 16). Esta determinación para seguir al Maestro es verdaderamente ejemplar y nos da una lección valiosa: revela la total disponibilidad a seguir a Jesús hasta identificar su propia suerte con la de él y querer compartir con él la prueba suprema de la muerte.

En efecto, lo más importante es no alejarse nunca de Jesús. Por otra parte, cuando los evangelios utilizan el verbo «seguir», quieren dar a entender que adonde se dirige él tiene que ir también su discípulo. De este modo, la vida cristiana se define como una vida con Jesucristo, una vida que hay que pasar juntamente con él. San Pablo escribe algo parecido cuando tranquiliza a los cristianos de Corinto con estas palabras: «En vida y muerte estáis unidos en mi corazón» (2 Co 7, 3).

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Obviamente, la relación que existe entre el Apóstol y sus cristianos es la misma que tiene que existir entre los cristianos y Jesús: morir juntos, vivir juntos, estar en su corazón como él está en el nuestro.

Una segunda intervención de Tomás se registra en la Última Cena. En aquella ocasión, Jesús, prediciendo su muerte inminente, anuncia que irá a preparar un lugar para los discípulos a fin de que también ellos estén donde él se encuentre; y especifica: «Y adonde yo voy sabéis el camino» (Jn 14, 4). Entonces Tomás interviene diciendo: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?» (Jn 14, 5). En realidad, al decir esto se sitúa en un nivel de comprensión más bien bajo; pero esas palabras ofrecen a Jesús la ocasión para pronunciar la célebre definición: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).

Por tanto, es en primer lugar a Tomás a quien se hace esta revelación, pero vale para todos nosotros y para todos los tiempos. Cada vez que escuchamos o leemos estas palabras, podemos ponernos con el pensamiento junto a Tomás e imaginar que el Señor también habla con nosotros como habló con él. Al mismo tiempo, su pregunta también nos da el derecho, por decirlo así, de pedir aclaraciones a Jesús. Con frecuencia no lo comprendemos. Debemos tener el valor de decirle: no te entiendo, Señor, escúchame, ayúdame a comprender. De este modo, con esta sinceridad, que es el modo auténtico de orar, de hablar con Jesús, manifestamos nuestra escasa capacidad para comprender, pero al mismo tiempo asumimos la actitud de confianza de quien espera luz y fuerza de quien puede darlas.

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Luego, es muy conocida, incluso es proverbial, la escena de la incredulidad de Tomás, que tuvo lugar ocho días después de la Pascua. En un primer momento, no había creído que Jesús se había aparecido en su ausencia, y había dicho: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré» (Jn 20, 25). En el fondo, estas palabras ponen de manifiesto la convicción de que a Jesús ya no se le debe reconocer por el rostro, sino más bien por las llagas. Tomás considera que los signos distintivos de la identidad de Jesús son ahora sobre todo las llagas, en las que se revela hasta qué punto nos ha amado. En esto el apóstol no se equivoca.

Como sabemos, ocho días después, Jesús vuelve a aparecerse a sus discípulos y en esta ocasión Tomás está presente. Y Jesús lo interpela: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente» (Jn 20, 27). Tomás reacciona con la profesión de fe más espléndida del Nuevo Testamento: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). A este respecto, san Agustín comenta: Tomás «veía y tocaba al hombre, pero confesaba su fe en Dios, a quien ni veía ni tocaba. Pero lo que veía y tocaba lo llevaba a creer en lo que hasta entonces había dudado» (In Iohann. 121, 5). El evangelista prosigue con una última frase de Jesús dirigida a Tomás: «Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que crean sin haber  visto» (Jn 20, 29).

Esta frase puede ponerse también en presente: «Bienaventurados los que no ven y creen». En todo caso, Jesús enuncia aquí un principio fundamental para los cristianos que vendrán después de Tomás, es decir, para todos nosotros. Es interesante observar cómo otro Tomás, el gran teólogo medieval de Aquino, une esta bienaventuranza con otra referida por san Lucas que parece opuesta: «Bienaventurados los ojos que ven lo que veis» (Lc 10, 23). Pero el Aquinate comenta: «Tiene mucho más mérito quien cree sin ver que quien cree viendo» (In Johann. XX, lectio VI, § 2566).

En efecto, la carta a los Hebreos, recordando toda la serie de los antiguos patriarcas bíblicos, que creyeron en Dios sin ver el cumplimiento de sus promesas, define la fe como «garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11, 1). El caso del apóstol Tomás es importante para nosotros al menos por tres motivos:

  1. primero, porque nos conforta en nuestras inseguridades;
  2. en segundo lugar, porque nos demuestra que toda duda puede tener un final luminoso más allá de toda incertidumbre;
  3. y, por último, porque las palabras que le dirigió Jesús nos recuerdan el auténtico sentido de la fe madura y nos alientan a continuar, a pesar de las dificultades, por el camino de fidelidad a él.

El cuarto evangelio nos ha conservado una última referencia a Tomás, al presentarlo como testigo del Resucitado en el momento sucesivo de la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades (cf. Jn 21, 2). En esa ocasión, es mencionado incluso inmediatamente después de Simón Pedro: signo evidente de la notable importancia de que gozaba en el ámbito de las primeras comunidades cristianas. De hecho, en su nombre fueron escritos después los Hechos y el Evangelio de Tomás, ambos apócrifos, pero en cualquier caso importantes para el estudio de los orígenes cristianos.

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Recordemos, por último, que según una antigua tradición Tomás evangelizó primero Siria y Persia (así lo dice ya Orígenes, según refiere Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. 3, 1), luego se dirigió hasta el oeste de la India (cf. Hechos de Tomás 1-2 y 17 ss), desde donde llegó también al sur de la India. Con esta perspectiva misionera terminamos nuestra reflexión, deseando que el ejemplo de Tomás confirme cada vez más nuestra fe en Jesucristo, nuestro Señor y nuestro Dios.


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Saludos

Saludo a los peregrinos de España y Latinoamérica, especialmente a los sacerdotes del Pontificio Colegio Mexicano, a los grupos parroquiales de España y Argentina, así como a los miembros del Movimiento de Schönstatt. Que Dios os ayude a aprender la gran lección de fe del apóstol Tomás, que tocando al Señor resucitado «veía y tocaba al hombre, pero confesaba su fe en Dios, a quien no veía ni tocaba».

(A los fieles polacos)
“Señor mío y Dios mío”: con estas palabras santo Tomás dio testimonio de la resurrección de Cristo. Acojamos con agradecimiento esta confesión. Que confirme nuestra fe, fortalezca nuestra esperanza y encienda nuestro amor. A todos os bendigo cordialmente.

(A varias peregrinaciones diocesanas de Hungría)
Saludo cordialmente a los peregrinos húngaros aquí presentes, especialmente a los que han venido de Budapest, Kunmadaras y Mátészalka. Que vuestra peregrinación a las basílicas de Roma refuerce vuestra fe y se convierta en fuente de crecimiento espiritual. Que Dios os bendiga.

(En italiano)
Se celebra hoy la Jornada mundial del turismo, fenómeno social importante en el mundo contemporáneo. Ojalá que el turismo promueva cada vez más el diálogo y el respeto recíproco de las culturas, transformándose así en una puerta abierta a la paz y a la convivencia armoniosa.

Como de costumbre, mi pensamiento va por último a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

  • Que el ejemplo de caridad de san Vicente de Paúl, cuya memoria se celebra hoy, os impulse a vosotros, queridos jóvenes, a realizar los proyectos de vuestro futuro en un gozoso y desinteresado servicio al prójimo.
  • A vosotros, queridos enfermos, os ayude a afrontar el sufrimiento como vocación particular de amor;
  • y a vosotros, queridos recién casados, os impulse a construir una familia siempre abierta al don de la vida y a los pobres.

30/08/2006 – SAN MATEO (AUDIENCIA GENERAL)

AUDIENCIA GENERAL

BENEDICTO XVI

«SAN MATEO»

Miércoles, 30 de Agosto de 2006

san mateo

Queridos hermanos y hermanas:

Continuando con la serie de retratos de los doce Apóstoles, que comenzamos hace algunas semanas, hoy reflexionamos sobre San Mateo. A decir verdad, es casi imposible delinear completamente su figura, pues las noticias que tenemos sobre él son pocas e incompletas. Más que esbozar su biografía, lo que podemos hacer es trazar el perfil que nos ofrece el Evangelio.

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Mateo está siempre presente en las listas de los Doce elegidos por Jesús (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13). En hebreo, su nombre significa «don de Dios». El primer Evangelio canónico, que lleva su nombre, nos lo presenta en la lista de los Doce con un apelativo muy preciso:  «el publicano» (Mt 10, 3). De este modo se identifica con el hombre sentado en el despacho de impuestos, a quien Jesús llama a su seguimiento:  «Cuando se iba de allí, al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo, sentado en el despacho de impuestos, y le dijo:  «Sígueme». Él se levantó y le siguió» (Mt 9, 9). También San Marcos (cf. Mc 2, 13-17) y San Lucas (cf. Lc 5, 27-30) narran la llamada del hombre sentado en el despacho de impuestos, pero lo llaman «Leví». Para imaginar la escena descrita en Mt 9, 9 basta recordar el magnífico lienzo de Caravaggio, que se conserva aquí, en Roma, en la iglesia de San Luis de los Franceses.

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LA VOCACIÓN DE SAN MATEO (CARAVAGGIO – Iglesia de San Luis de los Franceses en Roma)

Los Evangelios nos brindan otro detalle biográfico:  en el pasaje que precede a la narración de la llamada se refiere un milagro realizado por Jesús en Cafarnaúm (cf. Mt 9, 1-8; Mc 2, 1-12), y se alude a la cercanía del Mar de Galilea, es decir, el Lago de Tiberíades (cf. Mc 2, 13-14). De ahí se puede deducir que Mateo desempeñaba la función de recaudador en Cafarnaúm, situada precisamente «junto al mar» (Mt 4, 13), donde Jesús era huésped fijo en la casa de Pedro.

Basándonos en estas sencillas constataciones que encontramos en el Evangelio, podemos hacer un par de reflexiones. La primera es que Jesús acoge en el grupo de sus íntimos a un hombre que, según la concepción de Israel en aquel tiempo, era considerado un pecador público. En efecto, Mateo no sólo manejaba dinero considerado impuro por provenir de gente ajena al pueblo de Dios, sino que además colaboraba con una autoridad extranjera, odiosamente ávida, cuyos tributos podían ser establecidos arbitrariamente. Por estos motivos, todos los Evangelios hablan en más de una ocasión de «publicanos y pecadores» (Mt 9, 10; Lc 15, 1), de «publicanos y prostitutas» (Mt 21, 31). Además, ven en los publicanos un ejemplo de avaricia (cf. Mt 5, 46:  sólo aman a los que les aman) y mencionan a uno de ellos, Zaqueo, como «jefe de publicanos, y rico» (Lc 19, 2), mientras que la opinión popular los tenía por «hombres ladrones, injustos, adúlteros» (Lc 18, 11).

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Ante estas referencias, salta a la vista un dato:  Jesús no excluye a nadie de su amistad. Es más, precisamente mientras se encuentra sentado a la mesa en la casa de Mateo-Leví, respondiendo a los que se escandalizaban porque frecuentaba compañías poco recomendables, pronuncia la importante declaración:  «No necesitan médico los sanos sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2, 17).

La buena nueva del Evangelio consiste precisamente en que Dios ofrece su gracia al pecador. En otro pasaje, con la famosa parábola del fariseo y el publicano que subieron al templo a orar, Jesús llega a poner a un publicano anónimo como ejemplo de humilde confianza en la misericordia divina:  mientras el fariseo hacía alarde de su perfección moral, «el publicano (…) no se atrevía ni a elevar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo:  «¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!»». Y Jesús comenta:  «Os digo que este bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 18, 13-14). Por tanto, con la figura de Mateo, los Evangelios nos presentan una auténtica paradoja:  quien se encuentra aparentemente más lejos de la santidad puede convertirse incluso en un modelo de acogida de la misericordia de Dios, permitiéndole mostrar sus maravillosos efectos en su existencia.

A este respecto, San Juan Crisóstomo hace un comentario significativo:  observa que sólo en la narración de algunas llamadas se menciona el trabajo que estaban realizando esas personas. Pedro, Andrés, Santiago y Juan fueron llamados mientras estaban pescando; y Mateo precisamente mientras recaudaba impuestos. Se trata de oficios de poca importancia —comenta el Crisóstomo—, «pues no hay nada más detestable que el recaudador y nada más común que la pesca» (In Matth. Hom.:  PL 57, 363). Así pues, la llamada de Jesús llega también a personas de bajo nivel social, mientras realizan su trabajo ordinario.

Hay otra reflexión que surge de la narración evangélica:  Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús:  «Él se levantó y lo siguió». La concisión de la frase subraya claramente la prontitud de Mateo en la respuesta a la llamada. Esto implicaba para él abandonarlo todo, en especial una fuente de ingresos segura, aunque a menudo injusta y deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía seguir realizando actividades desaprobadas por Dios.

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Se puede intuir fácilmente su aplicación también al presente:  tampoco hoy se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. En cierta ocasión dijo tajantemente:  «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo:  se levantó y lo siguió. En este «levantarse» se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús.

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Recordemos, por último, que la tradición de la Iglesia antigua concuerda en atribuir a San Mateo la paternidad del primer Evangelio. Esto sucedió ya a partir de Papías, obispo de Gerápolis, en Frigia, alrededor del año 130. Escribe Papías:  «Mateo recogió las palabras (del Señor) en hebreo, y cada quien las interpretó como pudo» (en Eusebio de Cesarea, Hist. eccl. III, 39, 16). El historiador Eusebio añade este dato:  «Mateo, que antes había predicado a los judíos, cuando decidió ir también a otros pueblos, escribió en su lengua materna el Evangelio que anunciaba; de este modo trató de sustituir con un texto escrito lo que perdían con su partida aquellos de los que se separaba» (ib., III, 24, 6).

Ya no tenemos el Evangelio escrito por San Mateo en hebreo o arameo, pero en el Evangelio griego que nos ha llegado seguimos escuchando todavía, en cierto sentido, la voz persuasiva del publicano Mateo que, al convertirse en Apóstol, sigue anunciándonos la misericordia salvadora de Dios. Escuchemos este mensaje de San Mateo, meditémoslo siempre de nuevo, para aprender también nosotros a levantarnos y a seguir a Jesús con decisión.

21/06/2006 – SANTIAGO EL MAYOR (AUDIENCIA GENERAL)

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

21 de Junio de 2006

SANTIAGO EL MAYOR

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Queridos hermanos y hermanas:

Proseguimos la serie de retratos de los Apóstoles elegidos directamente por Jesús durante su vida terrena. Hemos hablado de San Pedro y de su hermano Andrés. Hoy hablamos del Apóstol Santiago.

Las listas  bíblicas de los Doce mencionan dos personas con este nombre:  Santiago, el hijo de Zebedeo, y Santiago, el hijo de Alfeo (cf. Mc 3, 17-18; Mt 10, 2-3), que por lo general se distinguen con los apelativos de Santiago el Mayor y Santiago el Menor. Ciertamente, estas designaciones no pretenden medir su santidad, sino sólo constatar la diversa importancia que reciben en los escritos del Nuevo Testamento y, en particular, en el marco de la vida terrena de Jesús. Hoy dedicamos nuestra atención al primero de estos dos personajes homónimos.

El nombre Santiago es la traducción de Iákobos, trasliteración griega del nombre del célebre patriarca Jacob. El Apóstol así llamado es hermano de Juan, y en las listas a las que nos hemos referido ocupa el segundo lugar inmediatamente después de Pedro, como en el evangelio según San Marcos (cf. Mc 3, 17), o el tercer lugar después de Pedro y Andrés en los evangelios según San Mateo (cf. Mt 10, 2) y San Lucas (cf. Lc 6, 14), mientras que en los Hechos de los Apóstoles es mencionado después de Pedro y Juan (cf. Hch 1, 13). Este Santiago, juntamente con Pedro y Juan, pertenece al grupo de los tres discípulos privilegiados que fueron admitidos por Jesús a los momentos importantes de su vida.

Dado que hace mucho calor, quisiera abreviar y mencionar ahora sólo dos de estas ocasiones.

  • Santiago pudo participar, juntamente con Pedro y Juan, en el momento de la agonía de Jesús en el huerto de Getsemaní y
  • en el acontecimiento de la Transfiguración de Jesús.

Se trata, por tanto, de situaciones muy diversas entre sí:

  • en un caso, Santiago, con los otros dos Apóstoles, experimenta la gloria del Señor, lo ve conversando con Moisés y Elías, y ve cómo se trasluce el esplendor divino en Jesús;
  • en el otro, se encuentra ante el sufrimiento y la humillación, ve con sus propios ojos cómo el Hijo de Dios se humilla haciéndose obediente hasta la muerte.

Ciertamente, la segunda experiencia constituyó para él una ocasión de maduración en la fe, para corregir la interpretación unilateral, triunfalista, de la primera:  tuvo que vislumbrar que el Mesías, esperado por el pueblo judío como un triunfador, en realidad no sólo estaba rodeado de honor y de gloria, sino también de sufrimientos y debilidad. La gloria de Cristo se realiza precisamente en la cruz, participando en nuestros sufrimientos.

Esta maduración de la fe fue llevada a cabo en plenitud por el Espíritu Santo en Pentecostés, de forma que Santiago, cuando llegó el momento del testimonio supremo, no se echó atrás. Al inicio de los años 40 del siglo I, el Rey Herodes Agripa, nieto de Herodes el Grande, como nos informa San Lucas, «por aquel tiempo echó mano a algunos de la Iglesia para maltratarlos e hizo morir por la espada a Santiago, el hermano de Juan» (Hch 12, 1-2). La concisión de la noticia, que no da ningún detalle narrativo, pone de manifiesto,

  • por una parte, que para los cristianos era normal dar testimonio del Señor con la propia vida; y, por otra,
  • que Santiago ocupaba una posición destacada en la Iglesia de Jerusalén, entre otras causas por el papel que había desempeñado durante la existencia terrena de Jesús.

Una tradición sucesiva, que se remonta al menos a san Isidoro de Sevilla, habla de una estancia suya en España para evangelizar esa importante región del imperio romano. En cambio, según otra tradición, su cuerpo habría sido trasladado a España, a la ciudad de Santiago de Compostela. Como todos sabemos, ese lugar se convirtió en objeto de gran veneración y sigue siendo meta de numerosas peregrinaciones, no sólo procedentes de Europa sino también de todo el mundo. Así se explica la representación iconográfica de Santiago con el bastón del peregrino y el rollo del Evangelio, características del apóstol itinerante y dedicado al anuncio de la «buena nueva», y características de la peregrinación de la vida cristiana.

Para revivir el viaje del Santo Padre Benedicto XVI a Santiago de Compostela pincha aquí

SANTIAGO APOSTOLfacebook pq

Por consiguiente, de Santiago podemos aprender muchas cosas:

  • la prontitud para acoger la llamada del Señor incluso cuando nos pide que dejemos la «barca» de nuestras seguridades humanas,
  • el entusiasmo al seguirlo por los caminos que Él nos señala más allá de nuestra presunción ilusoria,
  • la disponibilidad para dar testimonio de Él con valentía, si fuera necesario hasta el sacrificio supremo de la vida.

Así, Santiago el Mayor se nos presenta como ejemplo elocuente de adhesión generosa a Cristo. Él, que al inicio había pedido, a través de su madre, sentarse con su hermano junto al Maestro en su reino, fue precisamente el primero en beber el cáliz de la pasión, en compartir con los Apóstoles el martirio.

Y al final, resumiendo todo, podemos decir que el camino no sólo exterior sino sobre todo interior, desde el monte de la Transfiguración hasta el monte de la agonía, simboliza toda la peregrinación de la vida cristiana, entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, como dice el concilio Vaticano II. Siguiendo a Jesús como Santiago, sabemos, incluso en medio de las dificultades, que vamos por el buen camino.

FELIPE Y SANTIAGO EL MENOR (AUDIENCIAS GENERALES)

FELIPE Y SANTIAGO copia

FELIPE

BENEDICTO XVI – AUDIENCIA GENERAL

6 SEPTIEMBRE 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

Prosiguiendo la presentación de las figuras de los Apóstoles, como hacemos desde hace unas semanas, hoy hablaremos de Felipe. En las listas de los Doce siempre aparece en el quinto lugar (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 14; Hch 1, 13); por tanto, fundamentalmente entre los primeros.

Aunque Felipe era de origen judío, su nombre es griego, como el de Andrés, lo cual constituye un pequeño signo de apertura cultural que tiene su importancia. Las noticias que tenemos de él nos las proporciona el evangelio según San Juan. Era del mismo lugar de donde procedían San Pedro y San Andrés, es decir, de Betsaida (cf. Jn 1, 44), una pequeña localidad que pertenecía a la tetrarquía de uno de los hijos de Herodes el Grande, el cual también se llamaba Felipe (cf. Lc 3, 1).

El cuarto Evangelio cuenta que, después de haber sido llamado por Jesús, Felipe se encuentra con Natanael y le dice:  «Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley, y también los profetas:  Jesús el hijo de José, de Nazaret» (Jn 1, 45). Ante la respuesta más bien escéptica de Natanael —«¿De Nazaret puede salir algo bueno?»—, Felipe no se rinde y replica con decisión:  «Ven y lo verás» (Jn 1, 46).

Con esta respuesta, escueta pero clara, Felipe muestra las características del auténtico testigo: no se contenta con presentar el anuncio como una teoría, sino que interpela directamente al interlocutor, sugiriéndole que él mismo haga una experiencia personal de lo anunciado.

Jesús utiliza esos dos mismos verbos cuando dos discípulos de Juan Bautista se acercan a él para preguntarle dónde vive. Jesús respondió:  «Venid y lo veréis» (cf. Jn 1, 38-39).

Podemos pensar que Felipe nos interpela también a nosotros con esos dos verbos, que suponen una implicación personal. También a nosotros nos dice lo que le dijo a Natanael:  «Ven y lo verás». El Apóstol nos invita a conocer a Jesús de cerca. En efecto, la amistad, conocer de verdad al otro, requiere cercanía, más aún, en parte vive de ella.

Por lo demás, no conviene olvidar que, como escribe San Marcos, Jesús escogió a los Doce con la finalidad principal de que «estuvieran con Él» (Mc 3, 14), es decir, de que compartieran su vida y aprendieran directamente de Él no sólo el estilo de su comportamiento, sino sobre todo quién era Él realmente, pues sólo así, participando en su vida, podían conocerlo y luego anunciarlo.

Más tarde, en su carta a los Efesios, San Pablo dirá que lo importante es «aprender a Cristo» (cf. Ef 4, 20), por consiguiente, lo importante no es sólo ni sobre todo escuchar sus enseñanzas, sus palabras, sino conocerlo a Él personalmente, es decir, su humanidad y divinidad, su misterio, su belleza. Él no es sólo un Maestro, sino un Amigo; más aún, un Hermano. ¿Cómo podríamos conocerlo a fondo si permanecemos alejados de Él? La intimidad, la familiaridad, la cercanía nos hacen descubrir la verdadera identidad de Jesucristo. Esto es precisamente lo que nos recuerda el Apóstol Felipe. Por eso, nos invita a «venir» y «ver», es decir, a entrar en un contacto de escucha, de respuesta y de comunión de vida con Jesús, día tras día.

Con ocasión de la multiplicación de los panes, Jesús hizo a Felipe una pregunta precisa, algo sorprendente:  dónde se podía comprar el pan necesario para dar de comer a toda la gente que lo seguía (cf. Jn 6, 5). Felipe respondió con mucho realismo:  «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco» (Jn 6, 7). Aquí se puede constatar el realismo y el sentido práctico del Apóstol, que sabe juzgar las implicaciones de una situación. Sabemos lo que sucedió después:  Jesús tomó los panes, y, después de orar, los distribuyó. Así realizó la multiplicación de los panes. Pero es interesante constatar que Jesús se dirigió precisamente a Felipe para obtener una primera sugerencia sobre cómo resolver el problema:  signo evidente de que formaba parte del grupo restringido que lo rodeaba.

En otro momento, muy importante para la historia futura, antes de la Pasión, algunos griegos que se encontraban en Jerusalén con motivo de la Pascua «se dirigieron a Felipe y le rogaron:  «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús» (Jn 12, 20-22). Una vez más nos encontramos ante el indicio de su prestigio particular dentro del Colegio apostólico. En este caso, de modo especial, actúa como intermediario entre la petición de algunos griegos y Jesús —probablemente hablaba griego y pudo hacer de intérprete—; aunque se une a Andrés, el otro Apóstol que tenía nombre griego, es a él a quien se dirigen los extranjeros. Esto nos enseña a estar también nosotros dispuestos a acoger las peticiones y súplicas, vengan de donde vengan, y a orientarlas hacia el Señor, pues sólo él puede satisfacerlas plenamente. En efecto, es importante saber que no somos nosotros los destinatarios últimos de las peticiones de quienes se nos acercan, sino el Señor:  tenemos que orientar hacia Él a quienes se encuentran en dificultades. Cada uno de nosotros debe ser un camino abierto hacia Él.

Hay otra ocasión muy particular en la que interviene Felipe. Durante la última Cena, después de afirmar Jesús que conocerlo a Él significa también conocer al Padre (cf. Jn 14, 7), Felipe, casi ingenuamente, le pide:  «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14, 8). Jesús le responde con un tono de benévolo reproche:  «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú:  «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? (…) Creedme:  yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14, 9-11). Son unas de las palabras más sublimes del evangelio según San Juan. Contienen una auténtica revelación.

Al final del Prólogo de su evangelio, San Juan afirma:  «A Dios nadie le ha visto jamás:  el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado» (Jn 1, 18). Pues bien, Jesús mismo repite y confirma esa declaración, que es del evangelista. Pero con un nuevo matiz:  mientras que el Prólogo del evangelio de San Juan habla de una intervención explicativa de Jesús a través de las palabras de su enseñanza, en la respuesta a Felipe Jesús hace referencia a su propia persona como tal, dando a entender que no sólo se le puede comprender a través de lo que dice, sino sobre todo a través de lo que Él es. Para explicarlo desde la perspectiva de la paradoja de la Encarnación, podemos decir que Dios asumió un rostro humano, el de Jesús, y por consiguiente de ahora en adelante, si queremos conocer realmente el rostro de Dios, nos basta contemplar el rostro de Jesús. En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios.

El evangelista no nos dice si Felipe comprendió plenamente la frase de Jesús. Lo cierto es que le entregó totalmente su vida. Según algunas narraciones posteriores («Hechos de Felipe» y otras), habría evangelizado primero Grecia y después Frigia, donde habría afrontado la muerte, en Hierópolis, con un suplicio que según algunos fue crucifixión y según otros, lapidación.

Queremos concluir nuestra reflexión recordando el objetivo hacia el que debe orientarse nuestra vida:  encontrar a Jesús, como lo encontró Felipe, tratando de ver en Él a Dios mismo, al Padre celestial. Si no actuamos así, nos encontraremos sólo a nosotros mismos, como en un espejo, y cada vez estaremos más solos. En cambio, Felipe nos enseña a dejarnos conquistar por Jesús, a estar con Él y a invitar también a otros a compartir esta compañía indispensable; y, viendo, encontrando a Dios, a encontrar la verdadera vida.

SANTIAGO EL MENOR

BENEDICTO XVI – AUDIENCIA GENERAL

28 JUNIO 2006

Queridos hermanos y hermanas:

Al lado de Santiago «el Mayor», hijo de Zebedeo, del que hablamos el miércoles pasado, en los Evangelios aparece otro Santiago, que se suele llamar «el Menor». También él forma parte de las listas de los doce Apóstoles elegidos personalmente por Jesús, y siempre se le califica como «hijo de Alfeo» (cf. Mt 10, 3; Mc 3, 18; Lc 6, 15; Hch 1, 13). A menudo se le ha identificado con otro Santiago, llamado «el Menor» (cf. Mc 15, 40), hijo de una María (cf. ib.) que podría ser la «María de Cleofás» presente, según el cuarto evangelio, al pie de la cruz juntamente con la Madre de Jesús (cf. Jn 19, 25).

También él era originario de Nazaret y probablemente pariente de Jesús (cf. Mt 13, 55; Mc 6, 3), del cual, según el estilo semítico, es llamado «hermano» (cf. Mc 6, 3; Ga 1, 19). El libro de los Hechos subraya el papel destacado que desempeñaba este último Santiago en la Iglesia de Jerusalén. En el Concilio Apostólico celebrado en la ciudad santa después de la muerte de Santiago el Mayor, afirmó, juntamente con los demás, que los paganos podían ser aceptados en la Iglesia sin tener que someterse a la circuncisión (cf. Hch 15, 13).

San Pablo, que le atribuye una aparición específica del Resucitado (cf. 1 Co 15, 7), con ocasión de su viaje a Jerusalén lo nombra incluso antes que a Cefas-Pedro, definiéndolo «columna» de esa Iglesia al igual que él (cf. Ga 2, 9). Seguidamente, los judeocristianos lo consideraron su principal punto de referencia. A él se le atribuye también la Carta que lleva el nombre de Santiago y que está incluida en el canon del Nuevo Testamento. En dicha carta no se presenta como «hermano del Señor», sino como «siervo de Dios y del Señor Jesucristo» (St 1, 1).

Entre los estudiosos se debate la cuestión de la identificación de estos dos personajes que tienen el mismo nombre, Santiago hijo de Alfeo y Santiago «hermano del Señor». Las tradiciones evangélicas no nos han conservado ningún relato ni sobre uno ni sobre otro por lo que se refiere al tiempo de la vida terrena de Jesús. Los Hechos de los Apóstoles, en cambio, nos muestran que un «Santiago», como ya hemos dicho, desempeñó un papel muy importante, después de la resurrección de Jesús, dentro de la Iglesia primitiva (cf. Hch 12, 17; 15, 13-21; 21, 18).

El acto más notable que realizó fue la intervención en la cuestión de la difícil relación entre los cristianos de origen judío y los de origen pagano: contribuyó, juntamente con Pedro, a superar, o mejor, a integrar la dimensión judía originaria del cristianismo con la exigencia de no imponer a los paganos convertidos la obligación de someterse a todas las normas de la ley de Moisés.

El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la solución de compromiso, propuesta precisamente por Santiago y aceptada por todos los Apóstoles presentes, según la cual a los paganos que creyeran en Jesucristo sólo se les debía pedir que se abstuvieran de la costumbre idolátrica de comer la carne de los animales ofrecidos en sacrificio a los dioses, y de la «impureza», término que probablemente aludía a las uniones matrimoniales no permitidas. En la práctica, debían atenerse sólo a unas pocas prohibiciones, consideradas importantes, de la ley de Moisés.

De este modo, se lograron dos resultados significativos y complementarios, que siguen siendo válidos:

  • por una parte, se reconoció la relación inseparable que existe entre el cristianismo y la religión judía, su matriz perennemente viva y válida; y, por otra,
  • se permitió a los cristianos de origen pagano conservar su identidad sociológica, que hubieran perdido si se les hubiera obligado a cumplir los así llamados «preceptos ceremoniales» establecidos por Moisés; esos preceptos ya no debían considerarse obligatorios para los paganos convertidos.

En pocas palabras, se iniciaba una praxis de recíproca estima y respeto que, a pesar de las dolorosas incomprensiones posteriores, tendía por su propia naturaleza a salvaguardar lo que era característico de cada una de las dos partes.

La más antigua información sobre la muerte de este Santiago nos la ofrece el historiador judío Flavio Josefo. En sus Antigüedades judías (20, 201 s), escritas en Roma a finales del siglo I, nos cuenta que la muerte de Santiago fue decidida, con iniciativa ilegítima, por el sumo sacerdote Anano, hijo del Anás que aparece en los Evangelios, el cual aprovechó el intervalo entre la destitución de un Procurador romano (Festo) y la llegada de su sucesor (Albino) para decretar su lapidación, en el año 62.

Además del apócrifo Protoevangelio de Santiago, que exalta la santidad y la virginidad de María, la Madre de Jesús, está unida a este Santiago en especial la Carta que lleva su nombre. En el canon del Nuevo Testamento ocupa el primer lugar entre las así llamadas «Cartas católicas», es decir, no destinadas a una sola Iglesia particular —como Roma, Éfeso, etc.—, sino a muchas Iglesias. Se trata de un escrito muy importante, que insiste mucho en la necesidad de no reducir la propia fe a una pura declaración oral o abstracta, sino de manifestarla concretamente con obras de bien.

Entre otras cosas, nos invita a la constancia en las pruebas aceptadas con alegría y a la oración confiada para obtener de Dios el don de la sabiduría, gracias a la cual logramos comprender que los auténticos valores de la vida no están en las riquezas transitorias, sino más bien en saber compartir nuestros bienes con los pobres y los necesitados (cf. St 1, 27).

Así, la carta de Santiago nos muestra un cristianismo muy concreto y práctico. La fe debe realizarse en la vida, sobre todo en el amor al prójimo y de modo especial en el compromiso en favor de los pobres. Sobre este telón de fondo se debe leer también la famosa frase: «Así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta» (St 2, 26).

A veces esta declaración de Santiago se ha contrapuesto a las afirmaciones de San Pablo, según el cual somos justificados por Dios no en virtud de nuestras obras, sino gracias a nuestra fe (cf. Ga 2, 16; Rm 3, 28). Con todo, las dos frases, aparentemente contradictorias con sus diversas perspectivas, en realidad, si se interpretan bien, se completan. San Pablo se opone al orgullo del hombre que piensa que no necesita del amor de Dios que nos previene, se opone al orgullo de la autojustificación sin la gracia dada simplemente y que no se merece. Santiago, en cambio, habla de las obras como fruto normal de la fe: «Todo árbol bueno da frutos buenos» (Mt 7, 17). Y Santiago lo repite y nos lo dice a nosotros.

Por último, la Carta de Santiago nos exhorta a abandonarnos en las manos de Dios en todo lo que hagamos, pronunciando siempre las palabras: «Si el Señor quiere» (St 4, 15). Así, nos enseña a no tener la presunción de planificar nuestra vida de modo autónomo e interesado, sino a dejar espacio a la inescrutable voluntad de Dios, que conoce cuál es nuestro verdadero bien. De este modo Santiago es un maestro de vida siempre actual para cada uno de nosotros.