Archivos diarios: 11 agosto, 2015

11/01/2012 – LA ORACIÓN DE JESÚS EN LA ÚLTIMA CENA (AUDIENCIA GENERAL)

ESCUELA DE ORACIÓN

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI

Miércoles 11 de enero de 2012

LA ORACIÓN DE JESÚS EN LA ÚLTIMA CENA

«Vídeo en Italiano»

Queridos hermanos y hermanas:

En nuestro camino de reflexión sobre la oración de Jesús, que nos presentan los Evangelios, quiero meditar hoy sobre el momento, especialmente solemne, de su oración en la última Cena.

El trasfondo temporal y emocional del convite en el que Jesús se despide de sus amigos es la inminencia de su muerte, que él siente ya cercana. Jesús había comenzado a hablar de su Pasión ya desde hacía tiempo, tratando incluso de implicar cada vez más a sus discípulos en esta perspectiva. El Evangelio según san Marcos relata que desde el comienzo del viaje hacia Jerusalén, en los poblados de la lejana Cesarea de Filipo, Jesús había comenzado «a instruirlos: “el Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”» (Mc 8, 31). Además, precisamente en los días en que se preparaba para despedirse de sus discípulos, la vida del pueblo estaba marcada por la cercanía de la Pascua, o sea, del memorial de la liberación de Israel de Egipto. Esta liberación, experimentada en el pasado y esperada de nuevo en el presente y para el futuro, se revivía en las celebraciones familiares de la Pascua. La última Cena se inserta en este contexto, pero con una novedad de fondo. Jesús mira a su pasión, muerte y resurrección, siendo plenamente consciente de ello. Él quiere vivir esta Cena con sus discípulos con un carácter totalmente especial y distinto de los demás convites; es su Cena, en la que dona Algo totalmente nuevo: se dona a sí mismo. De este modo, Jesús celebra su Pascua, anticipa su cruz y su resurrección.

Esta novedad la pone de relieve la cronología de la última Cena en el Evangelio de san Juan, el cual no la describe como la cena pascual, precisamente porque Jesús quiere inaugurar algo nuevo, celebrar su Pascua, vinculada ciertamente a los acontecimientos del Éxodo. Para san Juan, Jesús murió en la cruz precisamente en el momento en que, en el templo de Jerusalén, se inmolaban los corderos pascuales.

¿Cuál es entonces el núcleo de esta Cena? Son los gestos de partir el pan, de distribuirlo a los suyos y de compartir el cáliz del vino con las palabras que los acompañan y en el contexto de oración en el que se colocan: es la institución de la Eucaristía, es la gran oración de Jesús y de la Iglesia. Pero miremos un poco más de cerca este momento.

Ante todo, las tradiciones neotestamentarias de la institución de la Eucaristía (cf. 1 Co 11, 23-25; Lc 22, 14-20; Mc 14, 22-25; Mt 26, 26-29), al indicar la oración que introduce los gestos y las palabras de Jesús sobre el pan y sobre el vino, usan dos verbos paralelos y complementarios. San Pablo y san Lucas hablan de eucaristía/acción de gracias: «tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio» (Lc 22, 19). San Marcos y san Mateo, en cambio, ponen de relieve el aspecto de eulogia/bendición: «tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio» (Mc 14, 22). Ambos términos griegos eucaristeín y eulogeín remiten a la berakha judía, es decir, a la gran oración de acción de gracias y de bendición de la tradición de Israel con la que comenzaban los grandes convites. Las dos palabras griegas indican las dos direcciones intrínsecas y complementarias de esta oración. La berakha, en efecto, es ante todo acción de gracias y alabanza que sube a Dios por el don recibido: en la última Cena de Jesús, se trata del pan —elaborado con el trigo que Dios hace germinar y crecer de la tierra— y del vino, elaborado con el fruto madurado en los viñedos. Esta oración de alabanza y de acción de gracias, que se eleva hacia Dios, vuelve como bendición, que baja desde Dios sobre el don y lo enriquece. Al dar gracias, la alabanza a Dios se convierte en bendición, y el don ofrecido a Dios vuelve al hombre bendecido por el Todopoderoso. Las palabras de la institución de la Eucaristía se sitúan en este contexto de oración; en ellas la alabanza y la bendición de la berakha se transforman en bendición y conversión del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Jesús.

Getty

Getty

Antes de las palabras de la institución se realizan los gestos: el de partir el pan y el de ofrecer el vino. Quien parte el pan y pasa el cáliz es ante todo el jefe de familia, que acoge en su mesa a los familiares; pero estos gestos son también gestos de hospitalidad, de acogida del extranjero, que no forma parte de la casa, en la comunión convival. En la cena con la que Jesús se despide de los suyos, estos mismos gestos adquieren una profundidad totalmente nueva: él da un signo visible de acogida en la mesa en la que Dios se dona. Jesús se ofrece y se comunica él mismo en el pan y en el vino.

¿Pero cómo puede realizarse todo esto? ¿Cómo puede Jesús darse, en ese momento, él mismo? Jesús sabe que están por quitarle la vida a través del suplicio de la cruz, la pena capital de los hombres no libres, la que Cicerón definía la mors turpissima crucis. Con el don del pan y del vino que ofrece en la última Cena Jesús anticipa su muerte y su resurrección realizando lo que había dicho en el discurso del Buen Pastor: «Yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17-18). Él, por lo tanto, ofrece por anticipado la vida que se le quitará, y, de este modo, transforma su muerte violenta en un acto libre de donación de sí mismo por los demás y a los demás. La violencia sufrida se transforma en un sacrificio activo, libre y redentor.

En la oración, iniciada según las formas rituales de la tradición bíblica, Jesús muestra una vez más su identidad y la decisión de cumplir hasta el fondo su misión de amor total, de entrega en obediencia a la voluntad del Padre. La profunda originalidad de la donación de sí a los suyos, a través del memorial eucarístico, es la cumbre de la oración que caracteriza la cena de despedida con los suyos. Contemplando los gestos y las palabras de Jesús de aquella noche, vemos claramente que la relación íntima y constante con el Padre es el ámbito donde él realiza el gesto de dejar a los suyos, y a cada uno de nosotros, el Sacramento del amor, el «Sacramentum caritatis». Por dos veces en el cenáculo resuenan las palabras: «Haced esto en memoria mía» (1 Co 11, 24.25). Él celebra su Pascua con la donación de sí, convirtiéndose en el verdadero Cordero que lleva a cumplimiento todo el culto antiguo. Por ello, san Pablo, hablando a los cristianos de Corinto, afirma: «Cristo, nuestra Pascua [nuestro Cordero pascual], ha sido inmolado. Así pues, celebremos… con los panes ácimos de la sinceridad y la verdad» (1 Co 5, 7-8).

El evangelista san Lucas ha conservado otro elemento valioso de los acontecimientos de la última Cena, que nos permite ver la profundidad conmovedora de la oración de Jesús por los suyos en aquella noche: la atención por cada uno. Partiendo de la oración de acción de gracias y de bendición, Jesús llega al don eucarístico, al don de sí mismo, y, mientras dona la realidad sacramental decisiva, se dirige a Pedro. Ya para terminar la cena, le dice: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31-32). La oración de Jesús, cuando se acerca la prueba también para sus discípulos, sostiene su debilidad, su dificultad para comprender que el camino de Dios pasa a través del Misterio pascual de muerte y resurrección, anticipado en el ofrecimiento del pan y del vino. La Eucaristía es alimento de los peregrinos que se convierte en fuerza incluso para quien está cansado, extenuado y desorientado. Y la oración es especialmente por Pedro, para que, una vez convertido, confirme a sus hermanos en la fe. El evangelista san Lucas recuerda que fue precisamente la mirada de Jesús la que buscó el rostro de Pedro en el momento en que acababa de realizar su triple negación, para darle la fuerza de retomar el camino detrás de él: «Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho» (Lc 22, 60-61).

Queridos hermanos y hermanas, participando en la Eucaristía, vivimos de modo extraordinario la oración que Jesús hizo y hace continuamente por cada uno a fin de que el mal, que todos encontramos en la vida, no llegue a vencer, y obre en nosotros la fuerza transformadora de la muerte y resurrección de Cristo. En la Eucaristía la Iglesia responde al mandamiento de Jesús: «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19; cf. 1 Co 11, 24-26); repite la oración de acción de gracias y de bendición y, con ella, las palabras de la transustanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor. En nuestras Eucaristías somos atraídos a aquel momento de oración, nos unimos siempre de nuevo a la oración de Jesús. Desde el principio, la Iglesia comprendió las palabras de la consagración como parte de la oración rezada junto con Jesús; como parte central de la alabanza impregnada de gratitud, a través de la cual Dios nos dona nuevamente el fruto de la tierra y del trabajo del hombre como cuerpo y sangre de Jesús, como auto-donación de Dios mismo en el amor del Hijo que nos acoge (cf. Jesús de Nazaret, II, p. 154). Participando en la Eucaristía, nutriéndonos de la carne y de la Sangre del Hijo de Dios, unimos nuestra oración a la del Cordero pascual en su noche suprema, para que nuestra vida no se pierda, no obstante nuestra debilidad y nuestras infidelidades, sino que sea transformada.

Queridos amigos, pidamos al Señor que nuestra participación en su Eucaristía, indispensable para la vida cristiana, después de prepararnos debidamente, también con el sacramento de la Penitencia, sea siempre el punto más alto de toda nuestra oración. Pidamos que, unidos profundamente en su mismo ofrecimiento al Padre, también nosotros transformemos nuestras cruces en sacrificio, libre y responsable, de amor a Dios y a los hermanos. Gracias.


Getty

Getty

Saludos

(En francés)

Siguiendo a Jesús, transformad vuestras cruces personales en sacrificio de amor a Dios y a los demás, y por el sacramento de la Penitencia, preparaos dignamente a participar en la Eucaristía, culmen de la oración cristiana.

(En español)

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a participar con fe y devoción en la Eucaristía, a unirse más profundamente a la ofrenda de alabanza y bendición de Jesús al Padre, y así poder trasformar vuestra cruz en sacrificio libre y responsable, en amor a Dios y a los hermanos. Muchas gracias.

(A los peregrinos polacos)

Cuando con Jesús entramos en el Cenáculo y, debidamente preparados, nos acercamos a la mesa del Señor, nos damos cuenta de que la participación en la Eucaristía, indispensable para la vida cristiana, es al mismo tiempo la escuela y el culmen de nuestra oración. Unidos a Cristo, por él, con él y en él, en la unidad del Espíritu Santo, damos gloria al Padre.

(A los jóvenes, los enfermos y los recién casados)

La fiesta del Bautismo del Señor, que celebramos el domingo pasado, nos ofrece la oportunidad de recordar nuestro Bautismo.

  • Queridos jóvenes, vivid con alegría vuestra pertenencia a la Iglesia, que es la familia de Jesús.
  • Queridos enfermos, la gracia del Bautismo alivie vuestros sufrimientos y os impulse a ofrecérselos a Cristo por la salvación de la humanidad.
  • Y vosotros, queridos recién casados, que comenzáis vuestro camino conyugal, fundad vuestro matrimonio en la fe, recibida en regalo el día de vuestro Bautismo».

01/04/2012 – MENSAJE CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO DE LA CONVERSIÓN Y CONSAGRACIÓN DE SANTA CLARA

MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

CON OCASIÓN DEL VIII CENTENARIO

DE LA CONVERSIÓN Y CONSAGRACIÓN DE SANTA CLARA

Getty

Getty

Al venerado hermano

Domenico Sorrentino

Obispo de Asís – Nocera Umbra – Gualdo Tadino

He sabido con alegría que, en esa diócesis, al igual que entre los franciscanos y las clarisas de todo el mundo, se está recordando a santa Clara con un «Año clariano», con ocasión del VIII centenario de su «conversión» y consagración. Ese acontecimiento, cuya datación oscila entre 1211 y 1212, completaba, por así decirlo, «en femenino» la gracia que había alcanzado pocos años antes la comunidad de Asís con la conversión del hijo de Pietro Bernardone. Y, tal como le había ocurrido a Francisco, también en la decisión de Clara se escondía el germen de una nueva fraternidad, la Orden clarisa que, convertida en árbol robusto, en el silencio fecundo de los claustros continúa esparciendo la buena semilla del Evangelio y sirviendo a la causa del reino de Dios.

Esta alegre circunstancia me impulsa a volver idealmente a Asís, para reflexionar con usted, venerado hermano, y con la comunidad a usted confiada, e, igualmente, con los hijos de san Francisco y las hijas de santa Clara, sobre el sentido de aquel acontecimiento, que de hecho también interesa a nuestra generación, y es atractivo sobre todo para los jóvenes, a los cuales se dirige mi afectuoso pensamiento con ocasión de la Jornada mundial de la juventud, que este año, según la costumbre, se celebra en las Iglesias particulares precisamente en este día del domingo de Ramos.

La santa misma, en su Testamento, habla de su elección radical de Cristo en términos de «conversión» (cf. FF 2825). De este aspecto quiero partir, como retomando el hilo del discurso desarrollado en referencia a la conversión de Francisco el 17 de junio de 2007, cuando tuve la alegría de visitar esa diócesis. La historia de la conversión de Clara gira en torno a la fiesta litúrgica del domingo de Ramos. En efecto, su biógrafo escribe: «Estaba cerca el día solemne de Ramos, cuando la joven acudió al hombre de Dios para preguntarle sobre su conversión, cuándo y de qué manera debía actuar. El padre Francisco le ordenó que el día de la fiesta, elegante y adornada, fuera a la misa de Ramos en medio de la multitud del pueblo y después, la noche siguiente, saliendo fuera de la ciudad, convirtiera la alegría mundana en el luto del domingo de Pasión. Así, cuando llegó el día de domingo, en medio de las otras damas, la joven, resplandeciente de luz festiva, entró en la iglesia con las demás. Allí, con digno presentimiento, ocurrió que, mientras los demás corrían a recibir los ramos, Clara, por vergüenza, permaneció inmóvil y entonces el obispo, bajando los escalones, llegó hasta ella y le puso el ramo en sus manos» (Legenda Sanctae Clarae virginis, 7: FF 3168).

Habían pasado alrededor de seis años desde que el joven Francisco había emprendido el camino de la santidad. En las palabras del Crucifijo de san Damián «Ve, Francisco, repara mi casa»—, y en el abrazo a los leprosos, rostro doliente de Cristo, había encontrado su vocación. De allí había surgido el gesto liberador del «despojo de sus vestidos» ante la presencia del obispo Guido. Entre el ídolo del dinero que le propuso su padre terreno, y el amor de Dios que prometía llenarle el corazón, no había tenido dudas, y con impulso había exclamado: «De ahora en adelante podré decir libremente: Padre nuestro, que estás en los cielos, y no padre Pietro Bernardone» (Vida segunda, 12: FF 597). La decisión de Francisco había desconcertado a la ciudad. Los primeros años de su nueva vida estuvieron marcados por dificultades, amarguras e incomprensiones. Pero muchos comenzaron a reflexionar. También la joven Clara, entonces adolescente, fue tocada por aquel testimonio. Dotada de un notable sentido religioso, fue conquistada por el «cambio» existencial de aquel que había sido el «rey de las fiestas». Halló el modo de encontrarse con él y se dejó implicar por su celo por Cristo. El biógrafo describe al joven convertido mientras instruye a la nueva discípula: «El padre Francisco la exhortaba al desprecio del mundo, demostrándole, con palabras vivas, que la esperanza en este mundo es árida y decepciona, y le infundía en los oídos la dulce unión de Cristo» (Vita Sanctae Clarae Virginis, 5: FF 3164).

Según el Testamento de santa Clara, antes incluso de recibir a otros compañeros, Francisco había profetizado el camino de su primera hija espiritual y de sus hermanas. De hecho, mientras trabajaba para la restauración de la iglesia de San Damián, donde el Crucifijo le había hablado, había anunciado que aquel lugar sería habitado por mujeres que glorificarían a Dios con su santo estilo de vida (cf. FF 2826; Tomás de Celano, Vida segunda, 13: FF 599). El Crucifijo original se encuentra ahora en la basílica de Santa Clara. Aquellos grandes ojos de Cristo que habían fascinado a Francisco, se transformaron en el «espejo» de Clara. No por casualidad el tema del espejo le resultará muy querido y, en la IV carta a Inés de Praga, escribirá: «Mira cada día este espejo, oh reina esposa de Jesucristo, y escruta en él continuamente tu rostro» (FF 2902). En los años en que se encontraba con Francisco para aprender de él el camino de Dios, Clara era una chica atractiva. El Poverello de Asís le mostró una belleza superior, que no se mide con el espejo de la vanidad, sino que se desarrolla en una vida de amor auténtico, tras las huellas de Cristo crucificado. ¡Dios es la verdadera belleza! El corazón de Clara se iluminó con este esplendor, y esto le dio la valentía para dejarse cortar la cabellera y comenzar una vida penitente. Para ella, al igual que para Francisco, esta decisión estuvo marcada por muchas dificultades. Aunque algunos familiares no tardaron en comprenderla, e incluso su madre Ortolana y dos hermanas la siguieron en su elección de vida, otros reaccionaron de manera violenta. Su huida de casa, en la noche del domingo de Ramos al Lunes Santo, fue una aventura. En los días siguientes la buscaron en los lugares donde Francisco le había preparado un refugio y en vano intentaron, incluso a la fuerza, hacerla desistir de su propósito.

Clara se había preparado para esta lucha. Y si Francisco era su guía, un apoyo paterno le venía también del obispo Guido, como sugiere más de un indicio. Así se explica el gesto del prelado que se acercó a ella para ofrecerle el ramo, como para bendecir su valiente elección. Sin el apoyo del obispo, difícilmente se habría podido realizar el proyecto ideado por Francisco y realizado por Clara, tanto en la consagración que esta hizo de sí misma en la iglesia de la Porciúncula en presencia de Francisco y de sus hermanos, como en la hospitalidad que recibió en los días sucesivos en el monasterio de San Pablo de las Abadesas y en la comunidad de San Ángel en Panzo, antes de la llegada definitiva a San Damián. Así, la historia de Clara, como la de Francisco, muestra un rasgo eclesial particular. En ella se encuentran un pastor iluminado y dos hijos de la Iglesia que se confían a su discernimiento. Institución y carisma interactúan estupendamente. El amor y la obediencia a la Iglesia, tan remarcados en la espiritualidad franciscano-clarisa, hunden sus raíces en esta bella experiencia de la comunidad cristiana de Asís, que no sólo engendró en la fe a Francisco y a su «plantita», sino que también los acompañó de la mano por el camino de la santidad.

Francisco había visto bien la razón para sugerir a Clara la huida de casa al inicio de la Semana Santa. Toda la vida cristiana, y por tanto también la vida de especial consagración, son un fruto del Misterio pascual y una participación en la muerte y en la resurrección de Cristo. En la liturgia del domingo de Ramos dolor y gloria se entrelazan, como un tema que se irá desarrollando después en los días sucesivos a través de la oscuridad de la Pasión hasta la luz de la Pascua. Clara, con su elección, revive este Misterio. El día de Ramos recibe, por decirlo así, su programa. Después entra en el drama de la Pasión, despojándose de su cabellera, y con ella renunciando por completo a sí misma para ser esposa de Cristo en la humildad y en la pobreza. Francisco y sus compañeros ya son su familia. Pronto llegarán hermanas también desde lejos, pero los primeros brotes, como en el caso de Francisco, despuntarán precisamente en Asís. Y la santa permanecerá siempre vinculada a su ciudad, mostrándolo especialmente en algunas circunstancias difíciles, cuando su oración ahorró a la ciudad de Asís violencia y devastación. Dijo entonces a las hermanas: «De esta ciudad, queridísimas hijas, hemos recibido cada día muchos bienes; sería muy injusto que no le prestáramos auxilio como podemos en el tiempo oportuno» (Legenda Sanctae Clarae Virginis 23: FF 3203).

En su significado profundo, la «conversión» de Clara es una conversión al amor. Ella ya no llevará nunca los vestidos refinados de la nobleza de Asís, sino la elegancia de un alma que se entrega totalmente a la alabanza de Dios. En el pequeño espacio del monasterio de San Damián, contemplado con afecto conyugal en la escuela de Jesús Eucaristía, se irán desarrollando día tras día los rasgos de una fraternidad regulada por el amor a Dios y por la oración, por la solicitud y por el servicio. En este contexto de fe profunda y de gran humanidad Clara se convierte en fiel intérprete del ideal franciscano, implorando el «privilegio» de la pobreza, o sea, la renuncia a poseer bienes incluso sólo comunitariamente, que desconcertó durante largo tiempo al mismo Sumo Pontífice, el cual al final se rindió al heroísmo de su santidad.

¿Cómo no proponer a Clara, junto a Francisco, a la atención de los jóvenes de hoy? El tiempo que nos separa de la época de estos dos santos no ha disminuido su atractivo. Al contrario, se puede ver su actualidad si se compara con las ilusiones y las desilusiones que a menudo marcan la actual condición juvenil. Nunca un tiempo hizo soñar tanto a los jóvenes, con los miles de atractivos de una vida en la que todo parece posible y lícito. Y, sin embargo, ¡cuánta insatisfacción existe!, ¡cuántas veces la búsqueda de felicidad, de realización, termina por desembocar en caminos que llevan a paraísos artificiales, como los de la droga y de la sensualidad desenfrenada! También la situación actual con la dificultad para encontrar un trabajo digno y formar una familia unida y feliz, añade nubes al horizonte. No faltan, sin embargo, jóvenes que, incluso en nuestros días, recogen la invitación a fiarse de Cristo y a afrontar con valentía, responsabilidad y esperanza el camino de la vida, también realizando la elección de dejarlo todo para seguirlo en el servicio total a él y a los hermanos. La historia de Clara, junto a la de Francisco, es una invitación a reflexionar sobre el sentido de la existencia y a buscar en Dios el secreto de la verdadera alegría. Es una prueba concreta de que quien cumple la voluntad del Señor y confía en Él no sólo no pierde nada, sino que encuentra el verdadero tesoro capaz de dar sentido a todo.

A usted, venerado hermano, a esa Iglesia que tiene el honor de haber dado origen a Francisco y a Clara, a las clarisas, que muestran diariamente la belleza y la fecundidad de la vida contemplativa, en apoyo del camino de todo el pueblo de Dios, y a los franciscanos de todo el mundo, a tantos jóvenes que andan buscando y necesitan luz, entrego esta breve reflexión. Espero que contribuya a hacer redescubrir cada vez más estas dos figuras luminosas del firmamento de la Iglesia. Con un saludo especial a las hijas de Santa Clara del Protomonasterio, de los demás monasterios de Asís y del mundo entero, imparto de corazón a todos mi bendición apostólica.

Vaticano, 1 de abril de 2012, domingo de Ramos.

BENEDICTUS PP. XVI