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31/07/2015 – Madrid acogerá en octubre el Congreso anual de la Fundación vaticana Joseph Ratzinger-Benedicto XVI

Madrid acogerá en octubre el Congreso anual de la Fundación vaticana Joseph Ratzinger-Benedicto XVI 

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FUENTE: EUROPA PRESS

El Congreso Internacional de la Fundación vaticana Joseph Ratzinger-Benedicto XVI se celebrará por primera vez en España, concretamente, en la Universidad Francisco de Vitoria, en Madrid, durante los días 28 y 29 de octubre de 2015. Las ediciones anteriores se han celebrado en Poznan (Polonia, 2011), Río de Janeiro (Brasil, 2012), Roma (Italia, 2013) y Medellín (Colombia, 2014). El encuentro, que llevará por título ‘La oración, fuerza que cambia el mundo’, está organizado por la Fundación de la Santa Sede, la Universidad Francisco de Vitoria y la Fundación para el V Centenario del Nacimiento de Santa Teresa de Jesús, ya que se celebrará en el marco del V Centenario del Nacimiento de la santa.

El arzobispo de Madrid y vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española, monseñor Carlos Osoro, será el encargado de pronunciar las primeras palabras del Congreso, con una introducción sobre ‘La oración, fuerza que cambia el mundo’. Además, Osoro presidirá el Comité Científico del Congreso.

En la sesión inaugural del día 28 de octubre también estarán presentes representantes de la Fundación vaticana, como su presidente monseñor Guisseppe Scotti; el Nuncio de Su Santidad en España, Renzo Fratrini; el arzobispo de Valladolid y presidente de la Conferencia Episcopal Española, el cardenal Ricardo Blázquez; y el rector de la Universidad Francisco de Vitoria, Daniel Sada.

El Comité de Organización está dirigido por el profesor de la UFV, Isidro Catela Marcos, en la actualidad director-gerente de la Fundación V Centenario.

Asimismo, durante el Congreso participarán el secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe, monseñor Luis F. Ladaria; el vicario general de la Orden del Carmelo Descalzo, el padre Agustí Borrell; y diversos profesores de universidades tanto españolas como internacionales.

Además, según indican los organizadores, es habitual en estos congresos que tanto el Papa Francisco como el Papa emérito, Benedicto XVI, envíen un mensaje a los participantes.

Durante los días previos, y también durante la celebración del Congreso, habrá una intensa programación cultural en diferentes lugares de Madrid, incluyendo la propia Universidad. Así, de la mano de la Fundación V Centenario, se estrenarán mundialmente varios espectáculos de música y danza contemporánea sobre la oración y Santa Teresa. La semana de actividades concluirá con una peregrinación de los participantes a Ávila el viernes día 30 de octubre.

Las novedades del congreso pueden consultarse a través de la página www.stj500.com y en las redes sociales oficiales del V Centenario de Facebook (Quinto Centenario y STJ500) y Twitter (@stj500). También a través de las webs www.ufv.es/ratzinger2015.com y www.fondazioneratzinger.va.

La Fundación Ratzinger se creó en 2010 con el objetivo fundamental de difundir el pensamiento de Joseph Ratzinger. Para ello, trabaja con universidades de todo el mundo, otorga anualmente los ‘Premios Ratzinger’ (concedido en 2011 al teólogo español y profesor de la Universidad Pontificia de Salamanca, Olegario González de Cardedal), concede becas de estudio y organiza Congresos Internacionales de alto nivel científico.

22/04/2006 – DISCURSO A LOS MIEMBROS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

A LOS MIEMBROS DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS

AL FINAL DE LA MISA CELEBRADA EN LA BASÍLICA DE SAN PEDRO

Sábado 22 de abril de 2006

«Vídeo Rome Reports en Español»

Queridos padres y hermanos de la Compañía de Jesús:

Con gran alegría me reúno con vosotros en esta histórica basílica de San Pedro, después de la santa misa celebrada para vosotros por el cardenal Angelo Sodano, mi secretario de Estado, con ocasión de varias celebraciones jubilares de la familia ignaciana. A todos os dirijo mi cordial saludo.

En primer lugar, saludo al prepósito general, padre Peter-Hans Kolvenbach, y le agradezco las amables palabras con las que me ha manifestado vuestros sentimientos comunes. Saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y a todos los que han querido participar en esta celebración.

Juntamente con los padres y los hermanos, saludo también a los amigos de la Compañía de Jesús aquí presentes, y entre ellos a los numerosos religiosos y religiosas, a los miembros de las Comunidades de vida cristiana y del Apostolado de la oración, a los alumnos y ex alumnos con sus familias de Roma, de Italia y de Stonyhurst, en Inglaterra, a los profesores y a los alumnos de las instituciones académicas, y a los numerosos colaboradores y colaboradoras.

Vuestra visita me brinda la oportunidad de dar gracias, junto con vosotros, al Señor por haber concedido a vuestra Compañía el don de hombres de extraordinaria santidad y de excepcional celo apostólico, como son san Ignacio de Loyola, san Francisco Javier y el beato Pedro Fabro. Son para vosotros padres y fundadores:  por eso, conviene que en este centenario los recordéis con gratitud y los contempléis como guías sabios y seguros de vuestro camino espiritual y de vuestra actividad apostólica.

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San Ignacio de Loyola fue, ante todo, un hombre de Dios, que en su vida puso en primer lugar a Dios, su mayor gloria y su mayor servicio; fue un hombre de profunda oración, que tenía su centro y su cumbre en la celebración eucarística diaria. De este modo, legó a sus seguidores una herencia espiritual valiosa, que no debe perderse u olvidarse. Precisamente por ser un hombre de Dios, san Ignacio fue un fiel servidor de la Iglesia, en la que vio y veneró a la esposa del Señor y la madre de los cristianos. Y del deseo de servir a la Iglesia de la manera más útil y eficaz nació el voto de especial obediencia al Papa, que él mismo definió como «nuestro principio y principal fundamento» (MI, Serie III, I, p.162).

Que este carácter eclesial, tan específico de la Compañía de Jesús, siga estando presente en vuestras personas y en vuestra actividad apostólica, queridos jesuitas, para que podáis responder con fidelidad a las urgentes necesidades actuales de la Iglesia. Entre estas me parece importante señalar el compromiso cultural en los campos de la teología y la filosofía, ámbitos tradicionales de presencia apostólica de la Compañía de Jesús, así como el diálogo con la cultura moderna, la cual, si por una parte se enorgullece de sus admirables progresos en el campo científico, por otra sigue fuertemente marcada por el cientificismo positivista y materialista.

Ciertamente, el esfuerzo por promover en cordial colaboración con las demás realidades eclesiales una cultura inspirada en los valores del Evangelio requiere una intensa preparación espiritual y cultural. Precisamente por eso, san Ignacio quiso que los jóvenes jesuitas se formaran durante largos años en la vida espiritual y en los estudios. Conviene que esta tradición se mantenga y se refuerce, teniendo en cuenta también la creciente complejidad y amplitud de la cultura moderna.

Otra gran preocupación suya fue la educación cristiana y la formación cultural de los jóvenes:  de ahí el impulso que dio a la institución de los «colegios», los cuales, después de su muerte, se difundieron por Europa y por todo el mundo. Continuad, queridos jesuitas, este importante apostolado, manteniendo inalterado el espíritu de vuestro fundador.

Al hablar de san Ignacio, no puedo por menos de recordar a san Francisco Javier, de cuyo nacimiento el pasado 7 de abril se celebró el quinto centenario:  no sólo su historia se entrelazó durante largos años en París y Roma, sino también un único deseo —se podría decir una única pasión— los impulsó y sostuvo en sus vicisitudes humanas, por lo demás diferentes:  la pasión de dar a Dios trino una gloria cada vez mayor y de trabajar por el anuncio del Evangelio de Cristo a los pueblos que no lo conocían.

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San Francisco Javier, a quien mi predecesor Pío XI, de venerada memoria, proclamó «patrono de las misiones católicas», comprendió que su misión consistía en «abrir caminos nuevos» al Evangelio «en el inmenso continente asiático». Su apostolado en Oriente duró sólo diez años, pero su fecundidad ha resultado admirable en los cuatro siglos y medio de vida de la Compañía de Jesús, puesto que su ejemplo ha suscitado entre los jóvenes jesuitas muchísimas vocaciones misioneras, y sigue siendo siempre una llamada a continuar la acción misionera en los grandes países del continente asiático.

Si san Francisco Javier trabajó en los países de Oriente, su hermano y amigo desde los años de estudios en París, el beato Pedro Fabro, saboyano, que nació el 13 de abril de 1506, desarrolló su actividad en los países europeos, donde los fieles cristianos aspiraban a una auténtica reforma de la Iglesia. Hombre modesto, sensible, de profunda vida interior y dotado del don de entablar relaciones de amistad con personas de todo tipo, atrayendo de este modo a muchos jóvenes a la Compañía, el beato Fabro pasó su breve existencia en varios países de Europa, especialmente en Alemania, donde, por orden de Pablo III, participó en las dietas de Worms, Ratisbona y Espira, en las conversaciones con los jefes de la Reforma. Así cumplió de manera excepcional el voto de especial obediencia al Papa «sobre las misiones», convirtiéndose para todos los jesuitas del futuro en un modelo digno de imitar.

Queridos padres y hermanos de la Compañía, hoy contempláis con particular devoción a la santísima Virgen María, recordando que el 22 de abril de 1541 san Ignacio y sus primeros compañeros emitieron los votos solemnes ante la imagen de María en la basílica de San Pablo extramuros. Que María siga velando sobre la Compañía de Jesús, para que cada uno de sus miembros lleve en sí mismo la «imagen» de Cristo crucificado, participando así en su resurrección.

Para ello, aseguro un recuerdo en la oración, a la vez que imparto de buen grado a cada uno de vosotros, aquí presentes, y a toda vuestra familia espiritual, mi bendición, que extiendo también a todas las demás personas religiosas y consagradas que han participado en esta audiencia.

FELIZ CUMPLEAÑOS PADRE GEORG

¡¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS S.E. MONSEÑOR GÄNSWEIN!!!

El equipo ratzingerganswein le desea con todo el afecto y cariño un muy FELIZ día de CUMPLEAÑOS, animándolo a seguir en su labor diaria, la cual es merecedor de nuestra admiración. 

“Jesús nos ha mirado con amor
precisamente a cada uno de
nosotros, y debemos confiar en
esta mirada”
(Discurso, 25.05.06)
Benedicto XVI

CUMPLEAÑOS 2015 GANSWEIN

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14/09/2011 – DIOS MÍO, DIOS MÍO, ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO? SALMO 22 (AUDIENCIA GENERAL)

ESCUELA DE ORACIÓN

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI

Miércoles 14 de septiembre de 2011

«Vídeo en Italiano»

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy quiero afrontar un Salmo con fuertes implicaciones cristológicas, que continuamente aparece en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humillación y de gloria, de muerte y de vida. Es el Salmo 22, según la tradición judía, 21 según la tradición greco-latina, una oración triste y conmovedora, de una profundidad humana y una riqueza teológica que hacen que sea uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio. Se trata de una larga composición poética, y nosotros nos detendremos en particular en la primera parte, centrada en el lamento, para profundizar algunas dimensiones significativas de la oración de súplica a Dios.

Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y circundado por los adversarios que quieren su muerte; y él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. En su oración se alternan la realidad angustiosa del presente y la memoria consoladora del pasado, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación desesperada que, sin embargo, no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es un llamamiento dirigido a un Dios que parece lejano, que no responde y parece haberlo abandonado:

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-3).

Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encontrar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una ayuda que no llega; Dios parece tan distante, olvidadizo, tan ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda dar consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad llega a ser insostenible. Sin embargo, el orante de nuestro Salmo tres veces, en su grito, llama al Señor «mi» Dios, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante toda apariencia, el salmista no puede creer que el vínculo con el Señor se haya interrumpido totalmente; y mientras pregunta el por qué de un supuesto abandono incomprensible, afirma que «su» Dios no lo puede abandonar.

Como es sabido, el grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ello expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por los discípulos, circundado por quien lo insulta, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y la aniquilación. Por ello grita al Padre, y su sufrimiento asume las sufridas palabras del Salmo. Pero su grito no es un grito desesperado, como no lo era el grito del salmista, en cuya súplica recorre un camino atormentado, desembocando al final en una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Puesto que en la costumbre judía citar el comienzo de un Salmo implicaba una referencia a todo el poema, la oración desgarradora de Jesús, incluso manteniendo su tono de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria. «¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?», dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24, 26). En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el abandono y la muerte para alcanzar la vida y donarla a todos los creyentes.

A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22, responde, en doloroso contraste, el recuerdo del pasado:

«En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres, en ti confiaban, y no los defraudaste» (vv. 5-6).

Aquel Dios que al salmista parece hoy tan lejano, es, sin embargo, el Señor misericordioso que Israel siempre experimentó en su historia. El pueblo al cual pertenece el orante fue objeto del amor de Dios y puede testimoniar su fidelidad. Comenzando por los patriarcas, luego en Egipto y en la larga peregrinación por el desierto, en la permanencia en la tierra prometida en contacto con poblaciones agresivas y enemigas, hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica fue una historia de clamores de ayuda por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el salmista hace referencia a la fe inquebrantable de sus padres, que «confiaron» —por tres veces se repite esta palabra— sin quedar nunca decepcionados. Ahora, sin embargo, parece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido; la situación del salmista parece desmentir toda la historia de la salvación, haciendo todavía más dolorosa la realidad presente.

Pero Dios no se puede retractar, y es entonces que la oración vuelve a describir la triste situación del orante, para inducir al Señor a tener piedad e intervenir, come siempre había hecho en el pasado. El salmista se define «gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo» (v. 7), se burlan, se mofan de él (cf. v. 8), y herido precisamente en la fe: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere» (v. 9), dicen. Bajo los golpes socarrones de la ironía y del desprecio, parece que el perseguido casi pierde los propios rasgos humanos, como el siervo sufriente esbozado en el Libro de Isaías (cf. Is 52, 14; 53, 2b-3). Y como el justo oprimido del Libro de la Sabiduría (cf. 2, 12-20), como Jesús en el Calvario (cf. Mt 27, 39-43), el salmista ve puesta en tela de juicio la relación con su Señor, con relieve cruel y sarcástico de aquello que lo está haciendo sufrir: el silencio de Dios, su ausencia aparente. Sin embargo, Dios ha estado presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionables. El salmista recuerda al Señor: «Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos» (vv. 10-11a). El Señor es el Dios de la vida, que hace nacer y acoge al neonato, y lo cuida con afecto de padre. Y si antes se había hecho memoria de la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evoca de nuevo la propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento particularmente significativo del comienzo de su vida. Y ahí, no obstante la desolación del presente, el salmista reconoce una cercanía y un amor divinos tan radicales que puede ahora exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: «desde el vientre materno tú eres mi Dios» (v. 11b). El lamento se convierte ahora en súplica afligida: «No te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre» (v. 12). La única cercanía que percibe el salmista y que le asusta es la de los enemigos. Por lo tanto, es necesario que Dios se haga cercano y lo socorra, porque los enemigos circundan al orante, lo acorralan, y son como toros poderosos, como leones que abren de par en par la boca para rugir y devorar (cf. vv. 13-14). La angustia altera la percepción del peligro, agrandándolo. Los adversarios se presentan invencibles, se han convertido en animales feroces y peligrosísimos, mientras que el salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes usadas en el Salmo sirven también para decir que cuando el hombre se hace brutal y agrede al hermano, algo de animalesco toma la delantera en él, parece perder toda apariencia humana; la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de Dios puede restituir al hombre su humanidad. Ahora, para el salmista, objeto de una agresión tan feroz, parece que ya no hay salvación, y la muerte empieza a posesionarse de él: «Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados […] mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar […] se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica» (vv. 15.16.19). Con imágenes dramáticas, que volvemos a encontrar en los relatos de la pasión de Cristo, se describe el desmoronamiento del cuerpo del condenado, la aridez insoportable que atormenta al moribundo y que encuentra eco en la petición de Jesús «Tengo sed» (cf. Jn 19, 28), para llegar al gesto definitivo de los verdugos que, como los soldados al pie de la cruz, se repartían las vestiduras de la víctima, considerada ya muerta (cf. Mt 27, 35; Mc 15, 24; Lc 23, 34; Jn 19, 23-24).

He aquí entonces, imperiosa, de nuevo la petición de ayuda: «Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme […] Sálvame» (vv. 20.22a). Este es un grito que abre los cielos, porque proclama una fe, una certeza que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación: «Tú me has dado respuesta. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré» (vv. 22c-23). De esta forma, el Salmo se abre a la acción de gracias, al gran himno final que implica a todo el pueblo, los fieles del Señor, la asamblea litúrgica, las generaciones futuras (cf. vv. 24-32). El Señor acudió en su ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia. Muerte y vida se entrecruzaron en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la salvación se mostró Señor invencible, que todos los confines de la tierra celebrarán y ante el cual se postrarán todas las familias de los pueblos. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza.

Hermanos y hermanas queridísimos, este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de alabanza. Gracias.


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Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los oficiales de la Policía Nacional, de Colombia, al grupo de la Academia de Carabineros, de Chile, a los alumnos y profesores del Bachillerato Humanista Moderno de Salta, Argentina, así como a los demás fieles venidos de España, México, Venezuela y otros países latinoamericanos. Dejémonos invadir por la luz del misterio pascual y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad más allá de las apariencias, reconociendo en la cruz la manifestación plena de la vida. Muchas gracias.

07/09/2011 – ¡LEVÁNTATE SEÑOR! ¡SÁLVAME!, SALMO 3 (AUDIENCIA GENERAL)

ESCUELA DE ORACIÓN

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro

Miércoles 7 de septiembre de 2011

«Vídeo en Italiano»

Queridos hermanos y hermanas:

Reanudamos hoy las audiencias en la Plaza de San Pedro y, en la «escuela de oración» que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles, quiero comenzar a meditar sobre algunos Salmos, que, come dije el pasado mes de junio, forman el «libro de oración» por excelencia. El primer Salmo sobre el que me detendré es un Salmo de lamentación y de súplica lleno de una profunda confianza, donde la certeza de la presencia de Dios es la base de la oración que brota de una condición de extrema dificultad en la que se encuentra el orante. Se trata del Salmo 3, referido por la tradición judía a David en el momento en que huye de su hijo Absalón (cf. v. 1): es uno de los episodios más dramáticos y sufridos de la vida del rey, cuando su hijo usurpa su trono real y le obliga a abandonar Jerusalén para salvar su vida (cf. 2 Sam 15ss). La situación de peligro y de angustia que experimenta David hace, por tanto, de telón de fondo a esta oración y ayuda a comprenderla, presentándose como la situación típica en la que puede recitarse un Salmo como este. Todo hombre puede reconocer en el clamor del salmista aquellos sentimientos de dolor, amargura y, a la vez, de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañaron a David al huir de su ciudad.

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El Salmo comienza con una invocación al Señor:

«Señor, cuántos son mis enemigos, cuántos se levantan contra mí; cuántos dicen de mí: “Ya no lo protege Dios”» (vv. 2-3).

La descripción que el orante hace de su situación está marcada por tonos fuertemente dramáticos. Tres veces se subraya la idea de multitud —«numerosos», «muchos», «tantos»— que en el texto original se expresa con la misma raíz hebrea, de forma repetitiva, casi insistente, con el fin de recalcar aún más la enormidad del peligro. Esta insistencia sobre el número y la magnitud de los enemigos sirve para expresar la percepción, por parte del salmista, de la absoluta desproporción que existe entre él y sus perseguidores, una desproporción que justifica y fundamenta la urgencia de su petición de ayuda: los opresores son muchos, toman la delantera, mientras que el orante está solo e inerme, bajo el poder de sus agresores. Sin embargo, la primera palabra que pronuncia el salmista es «Señor»; su grito comienza con la invocación a Dios. Una multitud se cierne y se rebela contra él, generando un miedo que aumenta la amenaza haciéndola parecer todavía más grande y aterradora. Pero el orante no se deja vencer por esta visión de muerte, mantiene firme la relación con el Dios de la vida y en primer lugar se dirige a él en busca de ayuda. Pero los enemigos tratan también de romper este vínculo con Dios y de mellar la fe de su víctima. Insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni siquiera Dios puede salvarle. La agresión, por lo tanto, no es sólo física, sino que toca la dimensión espiritual: «el Señor no puede salvarle» —dicen—, atacan el núcleo central del espíritu del Salmista. Es la extrema tentación a la que se ve sometido el creyente, es la tentación de perder la fe, la confianza en la cercanía de Dios. El justo supera la última prueba, permanece firme en la fe y en la certeza de la verdad y en la plena confianza en Dios, y precisamente así encuentra la vida y la verdad. Me parece que aquí el Salmo nos toca muy personalmente: en numerosos problemas somos tentados a pensar que quizá incluso Dios no me salva, no me conoce, quizá no tiene la posibilidad de hacerlo; la tentación contra la fe es la última agresión del enemigo, y a esto debemos resistir; así encontramos a Dios y encontramos la vida.

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El orante de nuestro Salmo está llamado a responder con la fe a los ataques de los impíos: los enemigos —como dije— niegan que Dios pueda ayudarle; él, en cambio, lo invoca, lo llama por su nombre, «Señor», y luego se dirige a él con un «tú» enfático, que expresa una relación firme, sólida, y encierra en sí la certeza de la respuesta divina:

«Pero tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza. Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su santo monte» (vv. 4-5).

Ahora desaparece la visión de los enemigos, no han vencido porque quien cree en Dios está seguro de que Dios es su amigo: permanece sólo el «tú» de Dios; a los «muchos» se contrapone ahora uno solo, pero mucho más grande y poderoso que muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; como escudo protege a quien confía en él, y le hace levantar la cabeza, como gesto de triunfo y de victoria. El hombre ya no está solo, los enemigos no son invencibles como parecían, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su monte santo. El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda, y Dios responde. Este entrelazamiento del grito humano y la respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de lectura de toda la historia de la salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda y recurre a la fidelidad del otro; gritar quiere decir hacer un gesto de fe en la cercanía y en la disponibilidad a la escucha de Dios. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que se manifiesta en plenitud en la respuesta salvífica de Dios. Esto es relevante: que en nuestra oración sea importante, presente, la certeza de la presencia de Dios. De este modo, el Salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo envuelve a su alrededor de una protección invulnerable; quien pensaba que ya estaba perdido puede levantar la cabeza, porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y humillado, está en la gloria, porque Dios es su gloria.

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La respuesta divina que acoge la oración dona al Salmista una seguridad total; se acabó también el miedo, y el grito se serena en la paz, en una profunda tranquilidad interior:

«Puedo acostarme y dormir y despertar: el Señor me sostiene. No temeré al pueblo innumerable que acampa a mi alrededor» (vv. 6-7).

El orante, incluso en medio del peligro y la batalla, puede dormir tranquilo, en una inequívoca actitud de abandono confiado. En torno a él acampan los adversarios, le asedian, son muchos, se levantan contra él, le ridiculizan y buscan hacerle caer, pero él en cambio se acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y al despertar, encuentra a Dios todavía a su lado, como custodio que no duerme (cf. Sal 121, 3-4), que le sostiene, le toma de la mano, no le abandona nunca. El miedo a la muerte está vencido por la presencia de aquél que no muere. Precisamente la noche, poblada de temores atávicos, la noche dolorosa de la soledad y de la angustiosa espera, ahora se transforma: lo que evoca la muerte se convierte en presencia del Eterno.

A la visibilidad del asalto enemigo, violento, imponente, se contrapone la presencia invisible de Dios, con todo su poder invencible. Y es a él a quien, después de sus expresiones de confianza, nuevamente el Salmista dirige su oración: «Levántate, Señor; sálvame, Dios mío» (v. 8a). Los agresores «se levantaban» (cf. v. 2) contra su víctima; quien en cambio «se levantará» es el Señor, y será para derribarlos. Dios lo salvará, respondiendo a su clamor. Por ello el Salmo concluye con la visión de la liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacer perecer. Después de la petición dirigida al Señor para que se levante a salvar, el orante describe la victoria divina: los enemigos que, con su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo lo que se opone a Dios y a su plan de salvación, son derrotados. Golpeados en la boca, ya no podrán agredir con su destructiva violencia y ni podrán ya insinuar el mal de la duda sobre la presencia y el obrar de Dios: su hablar insensato y blasfemo es definitivamente desmentido y reducido al silencio de la intervención salvífica del Señor (cf. v. 8bc). De este modo, el Salmista puede concluir su oración con una frase de connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y en la alabanza, al Dios de la vida: «De ti, Señor, viene la salvación y la bendición sobre tu pueblo» (v. 9).

Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos ha presentado una súplica llena de confianza y de consolación. Orando este Salmo, podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que encuentra en Jesús su realización. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza confortadora de la fe. Dios siempre está cerca —incluso en las dificultades, en los problemas, en las oscuridades de la vida—, escucha, responde y salva a su modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David al huir de forma humillante de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la Sabiduría y, de forma última y cumplida, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, precisamente entonces se manifiesta, para todos los creyentes, la verdadera gloria y la realización definitiva de la salvación. Que el Señor nos done fe, nos ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de orar en los momentos de angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días del dolor, abandonándonos con confianza en él, que es nuestro «escudo» y nuestra «gloria». Gracias.


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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la parroquia de San Francisco Javier, de Oviedo; a la Coral Médica Pedro Pérez Velásquez y al Coro Juvenil Cultural, de la Universidad Central de Venezuela; a la Orquesta Sinfónica Juvenil “Batuta”, de Bogotá, así como a los demás grupos provenientes de España, Costa Rica, El Salvador, Venezuela, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a vivir, ante cualquier adversidad, una absoluta confianza en Dios de quien procede toda bendición. Muchas gracias.