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07/09/2005 – CRISTO, PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA Y PRIMER RESUCITADO DE ENTRE LOS MUERTOS

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 7 de septiembre de 2005

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CRISTO, PRIMOGÉNITO DE TODA CRIATURA Y PRIMER RESUCITADO DE ENTRE LOS MUERTOS

1. En catequesis anteriores hemos contemplado el grandioso cuadro de Cristo, Señor del universo y de la historia, que domina el himno recogido al inicio de la carta de san Pablo a los Colosenses. En efecto, este cántico marca las cuatro semanas en que se articula la liturgia de las Vísperas.

El núcleo del himno está constituido por los versículos 15-20, donde entra en escena de modo directo y solemne Cristo, definido «imagen de Dios invisible» (v. 15). San Pablo emplea con frecuencia el término griego ekån, icono. En sus cartas lo usa nueve veces, aplicándolo tanto a Cristo, icono perfecto de Dios (cf. 2 Co 4, 4), como al hombre, imagen y gloria de Dios (cf. 1 Co 11, 7). Sin embargo, el hombre, con el pecado, «cambió la gloria del Dios incorruptible por una representación en forma de hombre corruptible» (Rm 1, 23), prefiriendo adorar a los ídolos y haciéndose semejante a ellos.

Por eso, debemos modelar continuamente nuestro ser y nuestra vida según la imagen del Hijo de Dios (cf. 2 Co 3, 18), pues Dios «nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido» (Col 1, 13). Este es el primer imperativo de nuestro himno:  modelar nuestra vida según la imagen del Hijo de Dios, entrando en sus sentimientos y en su voluntad, en su pensamiento.

2. Luego, se proclama a Cristo «primogénito (engendrado antes) de toda criatura» (v. 15). Cristo precede a toda la creación (cf. v. 17), al haber sido engendrado desde la eternidad:  por eso «por él y para él fueron creadas todas las cosas» (v. 16). También en la antigua tradición judía se afirmaba que «todo el mundo ha sido creado con vistas al Mesías» (Sanhedrin 98 b).

Para el apóstol san Pablo, Cristo es el principio de cohesión («todo se mantiene en él»), el mediador («por él») y el destino final hacia el que converge toda la creación. Él es el «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29), es decir, el Hijo por excelencia en la gran familia de los hijos de Dios, en la que nos inserta el bautismo.

3. En este punto, la mirada pasa del mundo de la creación al de la historia:  Cristo es «la cabeza del cuerpo:  de la Iglesia» (Col 1, 18) y lo es ya por su Encarnación. En efecto, entró en la comunidad humana para regirla y componerla en un «cuerpo», es decir, en una unidad armoniosa y fecunda. La consistencia y el crecimiento de la humanidad tienen en Cristo su raíz, su perno vital y su «principio».

Precisamente con este primado Cristo puede llegar a ser el principio de la resurrección de todos, el «primogénito de entre los muertos», porque «todos revivirán en Cristo. (…) Cristo como primicia; luego, en su venida, los de Cristo» (1 Co 15, 22-23).

4. El himno se encamina a su conclusión  celebrando  la  «plenitud», en griego pleroma, que Cristo tiene en sí como don de amor del Padre. Es la plenitud  de  la divinidad, que se irradia tanto sobre el universo como sobre la humanidad, trasformándose en fuente de paz, de unidad y de armonía perfecta (cf. Col 1, 19-20).

Esta «reconciliación» y «pacificación» se realiza por «la sangre de la cruz», que nos ha justificado y santificado. Al derramar su sangre y entregarse a sí mismo, Cristo trajo la paz que, en el lenguaje bíblico, es síntesis de los bienes mesiánicos y plenitud salvífica extendida a toda la realidad creada.

Por eso, el himno concluye con un luminoso horizonte de reconciliación, unidad, armonía y paz, sobre el que se yergue solemne la figura de su artífice, Cristo, «Hijo amado» del Padre.

5. Sobre este denso texto han reflexionado los escritores de la antigua tradición cristiana. San Cirilo de Jerusalén, en uno de sus diálogos, cita el cántico de la carta a los Colosenses para responder a un interlocutor anónimo que le había preguntado:  «¿Podemos decir que el Verbo engendrado por Dios Padre ha sufrido por nosotros en su carne?». La respuesta, siguiendo la línea del cántico, es afirmativa. En efecto, afirma san Cirilo, «la imagen de Dios invisible, el primogénito de toda criatura, visible e invisible, por el cual y en el cual todo existe, ha sido dadodice san Pablo― como cabeza a la Iglesia; además, él es el primer resucitado de entre los muertos», es decir, el primero en la serie de los muertos que resucitan. Él ―prosigue san Cirilo«hizo suyo todo lo que es propio de la carne del hombre y «soportó la cruz sin miedo a la ignominia» (Hb 12, 2). Nosotros decimos que no fue un simple hombre, colmado de honores, no sé cómo, el que uniéndose a él se sacrificó por nosotros, sino que fue crucificado el mismo Señor de la gloria» (Perché Cristo è uno, Colección de textos patrísticos, XXXVII, Roma 1983, p. 101).

Ante este Señor de la gloria, signo del amor supremo del Padre, también nosotros elevamos nuestro canto de alabanza y nos postramos para adorarlo y darle gracias.


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Saludos

Saludo ahora a los peregrinos de lengua española, en particular a las comunidades religiosas y a los grupos parroquiales de España, así como a los fieles de Hermosillo, acompañados de su arzobispo, y a los demás peregrinos de México, de Chile y del Perú. Como san Pablo, elevemos también nosotros un canto de alabanza y adoremos al Padre por el don inestimable de su Hijo, imagen perfecta de su amor.

(En portugués)
Amados peregrinos de lengua portuguesa, queridos alumnos y directores de las Academias militares brasileñas y del seminario del patriarcado de Lisboa:  a todos os doy la bienvenida, feliz y agradecido por vuestra visita amistosa, que testimonia el afecto que sentís por el Sucesor de Pedro y ―estoy seguro― se respira en las gloriosas instituciones de formación en las que os preparáis para las exigentes funciones que os esperan. Encomiendo vuestra vida a la protección y ejemplo de la Virgen María para un servicio valiente y humilde, consciente y perseverante, con simpatía y humanidad; de corazón os bendigo a vosotros, a vuestras familias y comunidades.

(En italiano)
Con afecto saludo a los representantes de la Orden cisterciense, reunidos en capítulo general. Queridos hermanos, que este acontecimiento de gracia os ayude a vivir cada vez más fielmente vuestro carisma, para seguir caminando con renovado fervor y celo por el camino real, corroborado por siglos de fecundidad espiritual. No dejéis nunca que las dificultades debiliten el entusiasmo de vuestra adhesión al Evangelio.

Os saludo, finalmente, a vosotros, jóvenes, enfermos y recién casados. Mañana celebraremos la fiesta de la Natividad de la Virgen. Que la celestial Madre de Dios os guíe y os sostenga en el camino de una adhesión a Cristo y a su Evangelio cada vez más perfecta.

06/07/2005 – DIOS SALVADOR

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 6 de julio de 2005

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Dios salvador

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hoy no hemos escuchado un salmo, sino un himno tomado de la carta a los Efesios (cf. Ef 1, 3-14), un himno que se repite en la liturgia de las Vísperas de cada una de las cuatro semanas. Este himno es una oración de bendición dirigida a Dios Padre. Su desarrollo delinea las diversas etapas del plan de salvación que se realiza a través de la obra de Cristo.

En el centro de la bendición resuena el vocablo griego mysterion, un término asociado habitualmente a los verbos de revelación («revelar», «conocer», «manifestar»). En efecto, este es el gran proyecto secreto que el Padre había conservado en sí mismo desde la eternidad (cf. v. 9), y que decidió  actuar y revelar «en la plenitud de los tiempos» (cf. v. 10) en Jesucristo, su Hijo.

En el himno las etapas de ese plan se señalan mediante las acciones salvíficas de Dios por Cristo en el Espíritu. Ante todo -este es el primer acto-, el Padre nos elige desde la eternidad para que seamos santos e irreprochables ante él por el amor (cf. v. 4); después nos predestina a ser sus hijos (cf. vv. 5-6); además, nos redime y nos perdona los pecados (cf. vv. 7-8); nos revela plenamente el misterio de la salvación en Cristo (cf. vv. 9-10); y, por último, nos da la herencia eterna (cf. vv. 11-12), ofreciéndonos ya ahora como prenda el don del Espíritu Santo con vistas a la resurrección final (cf. vv. 13-14).

2. Así pues, son muchos los acontecimientos salvíficos que se suceden en el desarrollo del himno. Implican a las tres Personas de la santísima Trinidad:

  • se parte del Padre, que es el iniciador y el artífice supremo del plan de salvación;
  • se fija la mirada en el Hijo, que realiza el designio dentro de la historia;
  • y se llega al Espíritu Santo, que imprime su «sello» a toda la obra de salvación.

Nosotros, ahora, nos detenemos brevemente en las dos primeras etapas, las de la santidad y la filiación (cf. vv. 4-6).

El primer gesto divino, revelado y actuado en Cristo, es la elección de los creyentes, fruto de una iniciativa libre y gratuita de Dios. Por tanto, al principio, «antes de crear el mundo» (v. 4), en la eternidad de Dios, la gracia divina está dispuesta a entrar en acción. Me conmueve meditar esta verdad:  desde la eternidad estamos ante los ojos de Dios y él decidió salvarnos. El contenido de esta llamada es nuestra «santidad», una gran palabra. Santidad es participación en la pureza del Ser divino. Pero sabemos que Dios es caridad. Por tanto, participar en la pureza divina significa participar en la «caridad» de Dios, configurarnos con Dios, que es «caridad». «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16):  esta es la consoladora verdad que nos ayuda a comprender que «santidad» no es una realidad alejada de nuestra vida, sino que, en cuanto que podemos llegar a ser personas que aman, con Dios entramos en el misterio de la «santidad». El ágape se transforma así en nuestra realidad diaria. Por tanto, entramos en la esfera sagrada y vital de Dios mismo.

3. En esta línea, se pasa a la otra etapa, que también se contempla en el plan divino desde la eternidad:  nuestra «predestinación» a hijos de Dios. No sólo criaturas humanas, sino realmente pertenecientes a Dios como hijos suyos.

San Pablo, en otro lugar (cf. Ga 4, 5; Rm 8, 15. 23), exalta esta sublime condición de  hijos  que  implica y resulta de la fraternidad con Cristo, el Hijo por excelencia, «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29), y la intimidad con el Padre celestial, al que ahora podemos invocar Abbá, al que podemos decir «padre querido» con un sentido de verdadera familiaridad con Dios, con una relación de espontaneidad y amor. Por consiguiente, estamos en presencia de un don inmenso, hecho posible por el «beneplácito de la voluntad» divina y por la «gracia», luminosa expresión del amor que salva.

4. Ahora, para concluir, citamos al gran obispo de Milán, san Ambrosio, que en una de sus cartas comenta las palabras del apóstol san Pablo a los Efesios, reflexionando precisamente sobre el rico contenido de nuestro himno cristológico. Subraya, ante todo, la gracia sobreabundante con la que Dios nos ha hecho hijos adoptivos suyos en Cristo Jesús. «Por eso, no se debe dudar de que los miembros están unidos a su cabeza, sobre todo porque desde el principio hemos sido predestinados a ser hijos adoptivos de Dios, por Jesucristo» (Lettera XVI ad Ireneo, 4:  SAEMO, XIX, Milán-Roma 1988, p. 161).

El santo obispo de Milán prosigue su reflexión afirmando:  «¿Quién es rico, sino el único Dios, creador de todas las cosas?». Y concluye:  «Pero es mucho más rico en misericordia, puesto que ha redimido a todos y, como autor de la naturaleza, nos ha transformado a nosotros, que según la naturaleza de la carne éramos hijos de la ira y sujetos al castigo, para que fuéramos hijos de la paz y de la caridad» (n. 7:  ib., p. 163).


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Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de la Caridad de Nuestra Señora del Buen y Perpetuo Socorro en su capítulo general, así como a los grupos parroquiales de España y a los peregrinos de México y de otros países latinoamericanos. Invito a todos a amar a Dios y a vivir como dignos hijos suyos. Muchas gracias por vuestra atención.

(En italiano)
Por último, mi pensamiento va, como de costumbre, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Estamos entrando en el período estivo, tiempo de sana distracción y merecido descanso.

  • Os invito, queridos jóvenes, a aprovechar el verano para hacer útiles experiencias humanas y religiosas.
  • A vosotros, queridos enfermos, os deseo que también durante estos meses sintáis la cercanía de personas amigas y familiares.
  • A vosotros, queridos recién casados, os invito a usar las vacaciones para crecer en el amor recíproco iluminado por la alegría divina.

07/03/2012 – EL SILENCIO DE JESÚS (AUDIENCIA GENERAL)

ESCUELA DE ORACIÓN

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro

Miércoles 7 de marzo de 2012

EL SILENCIO DE JESÚS

«Vídeo en Italiano»

Queridos hermanos y hermanas:

En una serie de catequesis anteriores hablé de la oración de Jesús y no quiero concluir esta reflexión sin detenerme brevemente sobre el tema del silencio de Jesús, tan importante en la relación con Dios.

En la exhortación apostólica postsinodal Verbum Domini hice referencia al papel que asume el silencio en la vida de Jesús, sobre todo en el Gólgota: «Aquí nos encontramos ante el “Mensaje de la cruz” (1 Co 1, 18). El Verbo enmudece, se hace silencio mortal, porque se ha “dicho” hasta quedar sin palabras, al haber hablado todo lo que tenía que comunicar, sin guardarse nada para sí» (n. 12). Ante este silencio de la cruz, san Máximo el Confesor pone en labios de la Madre de Dios la siguiente expresión: «Está sin palabra la Palabra del Padre, que hizo a toda criatura que habla; sin vida están los ojos apagados de aquel a cuya palabra y ademán se mueve todo lo que tiene vida» (La vida de María, n. 89: Testi mariani del primo millennio, 2, Roma 1989, p. 253).

La cruz de Cristo no sólo muestra el silencio de Jesús como su última palabra al Padre, sino que revela también que Dios habla a través del silencio: «El silencio de Dios, la experiencia de la lejanía del Omnipotente y Padre, es una etapa decisiva en el camino terreno del Hijo de Dios, Palabra encarnada. Colgado del leño de la cruz, se quejó del dolor causado por este silencio: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Mt 27, 46). Jesús, prosiguiendo hasta el último aliento de vida en la obediencia, invocó al Padre en la oscuridad de la muerte. En el momento de pasar a través de la muerte a la vida eterna, se confió a él: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”(Lc 23, 46)» (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 21).

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La experiencia de Jesús en la cruz es profundamente reveladora de la situación del hombre que ora y del culmen de la oración: después de haber escuchado y reconocido la Palabra de Dios, debemos considerar también el silencio de Dios, expresión importante de la misma Palabra divina.

La dinámica de palabra y silencio, que marca la oración de Jesús en toda su existencia terrena, sobre todo en la cruz, toca también nuestra vida de oración en dos direcciones.

La primera es la que se refiere a la acogida de la Palabra de Dios. Es necesario el silencio interior y exterior para poder escuchar esa Palabra. Se trata de un punto particularmente difícil para nosotros en nuestro tiempo. En efecto, en nuestra época no se favorece el recogimiento; es más, a veces da la impresión de que se siente miedo de apartarse, incluso por un instante, del río de palabras y de imágenes que marcan y llenan las jornadas. Por ello, en la ya mencionada exhortación Verbum Domini recordé la necesidad de educarnos en el valor del silencio: «Redescubrir el puesto central de la Palabra de Dios en la vida de la Iglesia quiere decir también redescubrir el sentido del recogimiento y del sosiego interior. La gran tradición patrística nos enseña que los misterios de Cristo están unidos al silencio, y sólo en él la Palabra puede encontrar morada en nosotros, como ocurrió en María, mujer de la Palabra y del silencio inseparablemente» (n. 66). Este principio —que sin silencio no se oye, no se escucha, no se recibe una palabra— es válido sobre todo para la oración personal, pero también para nuestras liturgias: para facilitar una escucha auténtica, las liturgias deben tener también momentos de silencio y de acogida no verbal. Nunca pierde valor la observación de san Agustín: Verbo crescente, verba deficiunt – «Cuando el Verbo de Dios crece, las palabras del hombre disminuyen» (cf. Sermo 288, 5: pl 38, 1307; Sermo 120, 2: pl 38, 677). Los Evangelios muestran cómo con frecuencia Jesús, sobre todo en las decisiones decisivas, se retiraba completamente solo a un lugar apartado de la multitud, e incluso de los discípulos, para orar en el silencio y vivir su relación filial con Dios. El silencio es capaz de abrir un espacio interior en lo más íntimo de nosotros mismos, para hacer que allí habite Dios, para que su Palabra permanezca en nosotros, para que el amor a él arraigue en nuestra mente y en nuestro corazón, y anime nuestra vida. Por lo tanto, la primera dirección es: volver a aprender el silencio, la apertura a la escucha, que nos abre al otro, a la Palabra de Dios.

Además, hay también una segunda relación importante del silencio con la oración. En efecto, no sólo existe nuestro silencio para disponernos a la escucha de la Palabra de Dios. A menudo, en nuestra oración, nos encontramos ante el silencio de Dios, experimentamos una especie de abandono, nos parece que Dios no escucha y no responde. Pero este silencio de Dios, como le sucedió también a Jesús, no indica su ausencia. El cristiano sabe bien que el Señor está presente y escucha, incluso en la oscuridad del dolor, del rechazo y de la soledad. Jesús asegura a los discípulos y a cada uno de nosotros que Dios conoce bien nuestras necesidades en cualquier momento de nuestra vida. Él enseña a los discípulos: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6, 7-8): un corazón atento, silencioso, abierto es más importante que muchas palabras. Dios nos conoce en la intimidad, más que nosotros mismos, y nos ama: y saber esto debe ser suficiente. En la Biblia, la experiencia de Job es especialmente significativa a este respecto. Este hombre en poco tiempo lo pierde todo: familiares, bienes, amigos, salud. Parece que Dios tiene hacia él una actitud de abandono, de silencio total. Sin embargo Job, en su relación con Dios, habla con Dios, grita a Dios; en su oración, no obstante todo, conserva intacta su fe y, al final, descubre el valor de su experiencia y del silencio de Dios. Y así, al final, dirigiéndose al Creador, puede concluir: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Jb 42, 5): todos nosotros casi conocemos a Dios sólo de oídas y cuanto más abiertos estamos a su silencio y a nuestro silencio, más comenzamos a conocerlo realmente. Esta confianza extrema que se abre al encuentro profundo con Dios maduró en el silencio. San Francisco Javier rezaba diciendo al Señor: yo te amo no porque puedes darme el paraíso o condenarme al infierno, sino porque eres mi Dios. Te amo porque Tú eres Tú.

Encaminándonos a la conclusión de las reflexiones sobre la oración de Jesús, vuelven a la mente algunas enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica: «El drama de la oración se nos revela plenamente en el Verbo que se ha hecho carne y que habita entre nosotros. Intentar comprender su oración, a través de lo que sus testigos nos dicen en el Evangelio, es aproximarnos a la santidad de Jesús nuestro Señor como a la zarza ardiendo: primero contemplándolo a él mismo en oración y después escuchando cómo nos enseña a orar, para conocer finalmente cómo acoge nuestra plegaria» (n. 2598). ¿Cómo nos enseña Jesús a rezar? En el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica encontramos una respuesta clara: «Jesús nos enseña a orar no sólo con la oración del Padre nuestro» —ciertamente el acto central de la enseñanza de cómo rezar—, «sino también cuando él mismo ora. Así, además del contenido, nos enseña las disposiciones requeridas por una verdadera oración: la pureza del corazón, que busca el Reino y perdona a los enemigos; la confianza audaz y filial, que va más allá de lo que sentimos y comprendemos; la vigilancia, que protege al discípulo de la tentación» (n. 544).

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Recorriendo los Evangelios hemos visto cómo el Señor, en nuestra oración, es interlocutor, amigo, testigo y maestro. En Jesús se revela la novedad de nuestro diálogo con Dios: la oración filial que el Padre espera de sus hijos. Y de Jesús aprendemos cómo la oración constante nos ayuda a interpretar nuestra vida, a tomar nuestras decisiones, a reconocer y acoger nuestra vocación, a descubrir los talentos que Dios nos ha dado, a cumplir cada día su voluntad, único camino para realizar nuestra existencia.

A nosotros, con frecuencia preocupados por la eficacia operativa y por los resultados concretos que conseguimos, la oración de Jesús nos indica que necesitamos detenernos, vivir momentos de intimidad con Dios, «apartándonos» del bullicio de cada día, para escuchar, para ir a la «raíz» que sostiene y alimenta la vida. Uno de los momentos más bellos de la oración de Jesús es precisamente cuando él, para afrontar enfermedades, malestares y límites de sus interlocutores, se dirige a su Padre en oración y, de este modo, enseña a quien está a su alrededor dónde es necesario buscar la fuente para tener esperanza y salvación. Ya recordé, como ejemplo conmovedor, la oración de Jesús ante la tumba de Lázaro. El evangelista san Juan relata: «Entonces quitaron la losa. Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado”. Y dicho esto, gritó con voz potente: “Lázaro, sal afuera”» (Jn 11, 41-43). Pero Jesús alcanza el punto más alto de profundidad en la oración al Padre en el momento de la pasión y de la muerte, cuando pronuncia el «sí» extremo al proyecto de Dios y muestra cómo la voluntad humana encuentra su realización precisamente en la adhesión plena a la voluntad divina y no en la contraposición. En la oración de Jesús, en su grito al Padre en la cruz, confluyen «todas las angustias de la humanidad de todos los tiempos, esclava del pecado y de la muerte, todas las súplicas y las intercesiones de la historia de la salvación… He aquí que el Padre las acoge y, por encima de toda esperanza, las escucha al resucitar a su Hijo. Así se realiza y se consuma el drama de la oración en la economía de la creación y de la salvación» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2606).

Queridos hermanos y hermanas, pidamos con confianza al Señor vivir el camino de nuestra oración filial, aprendiendo cada día del Hijo Unigénito, que se hizo hombre por nosotros, cómo debe ser nuestro modo de dirigirnos a Dios. Las palabras de san Pablo sobre la vida cristiana en general, valen también para nuestra oración: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).


Saludo del Santo Padre al Sínodo de los armenios

Queridos hermanos y hermanas, deseo ahora saludar, con fraterno afecto, a Su Beatitud Nerses Bedros XIX Tarmouni, Patriarca de Cilicia de los armenios católicos, y a los obispos llegados a Roma de varios continentes para la celebración del Sínodo. Les expreso sincera gratitud por la fidelidad al patrimonio de su venerable tradición cristiana y al Sucesor del apóstol Pedro, fidelidad que siempre los ha sostenido en las innumerables pruebas de la historia. Acompaño con la oración ferviente y con la bendición apostólica los trabajos sinodales, deseando que favorezcan aún más la comunión y el entendimiento entre los pastores, de forma que sepan guiar con renovado impulso evangélico a los católicos armenios por los senderos de un generoso y alegre testimonio de Cristo y de la Iglesia. Encomendando el Sínodo Armenio a la materna intercesión de la santísima Madre de Dios, extiendo mi pensamiento orante a las regiones de Oriente Medio, animando a todos los pastores y fieles a perseverar con esperanza en los graves sufrimientos que afligen a esas queridas poblaciones. Que el Señor os bendiga.


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Saludos

Saludo a los fieles de lengua española, en particular a los peregrinos de la Diócesis de Ciudad Obregón, así como a los provenientes de España y Latinoamérica. Invito a todos a aprender de Cristo el modo que tiene de dirigirse a Dios, para comprender mejor su voluntad y así llevarla a la práctica. Muchas gracias.

07/12/2011 – EL HIMNO DE JÚBILO MESIÁNICO

ESCUELA DE ORACIÓN

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI

Miércoles 7 de diciembre de 2011

EL HIMNO DE JÚBILO MESIÁNICO

«Vídeo en Italiano»

Queridos hermanos y hermanas:

Los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 11, 25-30 y Lc 10, 21-22) nos transmitieron una «joya» de la oración de Jesús, que se suele llamar Himno de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Se trata de una oración de reconocimiento y de alabanza, como hemos escuchado. En el original griego de los Evangelios, el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a menudo como «te doy gracias» (Mt 11, 25 y Lc 10, 21). Pero en los escritos del Nuevo Testamento este verbo indica principalmente dos cosas:

  1. la primera es «reconocer hasta el fondo» —por ejemplo, Juan Bautista pedía a quien acudía a él para bautizarse que reconociera hasta el fondo sus propios pecados (cf. Mt 3, 6)—;
  2. la segunda es «estar de acuerdo».

Por tanto, la expresión con la que Jesús inicia su oración contiene su reconocer hasta el fondo, plenamente, la acción de Dios Padre, y, juntamente, su estar en total, consciente y gozoso acuerdo con este modo de obrar, con el proyecto del Padre. El Himno de júbilo es la cumbre de un un camino de oración en el que emerge claramente la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el Espíritu Santo y se manifiesta su filiación divina.

Jesús se dirige a Dios llamándolo «Padre». Este término expresa la conciencia y la certeza de Jesús de ser «el Hijo», en íntima y constante comunión con Él, y este es el punto central y la fuente de toda oración de Jesús. Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina todo el texto. Jesús dice: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Lc 10, 22). Jesús, por tanto, afirma que sólo «el Hijo» conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento entre las personas —como experimentamos todos en nuestras relaciones humanas— comporta una comunión, un vínculo interior, a nivel más o menos profundo, entre quien conoce y quien es conocido: no se puede conocer sin una comunión del ser. En el Himno de júbilo, como en toda su oración, Jesús muestra que el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con Él: sólo estando en comunión con el otro comienzo a conocerlo; y lo mismo sucede con Dios: sólo puedo conocerlo si tengo un contacto verdadero, si estoy en comunión con Él. Por lo tanto, el verdadero conocimiento está reservado al Hijo, al Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18), en perfecta unidad con Él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, al estar en íntima comunión del ser; sólo el Hijo puede revelar verdaderamente quién es Dios.

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Al nombre «Padre» le sigue un segundo título, «Señor del cielo y de la tierra». Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y hace resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: «Al principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). Orando, él remite a la gran narración bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con el acto de la creación. Jesús se inserta en esta historia de amor, es su cumbre y su plenitud. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura queda iluminada y revive en su más completa amplitud: anuncio del misterio de Dios y respuesta del hombre transformado. Pero a través de la expresión «Señor del cielo y de la tierra» podemos también reconocer cómo en Jesús, el Revelador del Padre, se abre nuevamente al hombre la posibilidad de acceder a Dios.

Hagámonos ahora la pregunta: ¿a quién quiere revelar el Hijo los misterios de Dios? Al comienzo del Himno Jesús expresa su alegría porque la voluntad del Padre es mantener estas cosas ocultas a los doctos y los sabios y revelarlas a los pequeños (cf. Lc 10, 21). En esta expresión de su oración, Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus misterios a quien tiene un corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una cosa sola con la del Padre. La revelación divina no tiene lugar según la lógica terrena, para la cual son los hombres cultos y poderosos los que poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más sencilla, a los pequeños. Dios ha usado un estilo muy diferente: los destinatarios de su comunicación han sido precisamente los «pequeños». Esta es la voluntad del Padre, y el Hijo la comparte con gozo.

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Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: «Su conmovedor “¡Sí, Padre!” expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el “Fiat” de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9)» (n. 2603).

De aquí deriva la invocación que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo»: junto con Cristo y en Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del Padre, llegando así a ser sus hijos también nosotros. Jesús, por lo tanto, en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su conocimiento filial de Dios a todos aquellos que el Padre quiere hacer partícipes de él; y aquellos que acogen este don son los «pequeños».

Pero, ¿qué significa «ser pequeños», sencillos? ¿Cuál es «la pequeñez» que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a aceptar su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de fondo de nuestra oración? Miremos el «Sermón de la montaña», donde Jesús afirma: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; es tener un corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en sí mismo, pensando que no tiene necesidad de nadie, ni siquiera de Dios.

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Es interesante también señalar la ocasión en la que Jesús prorrumpe en este Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo es la alegría porque, no obstante las oposiciones y los rechazos, hay «pequeños» que acogen su palabra y se abren al don de la fe en él. El Himno de júbilo, en efecto, está precedido por el contraste entre el elogio de Juan Bautista, uno de los «pequeños» que reconocieron el obrar de Dios en Cristo Jesús (cf. Mt 11, 2-19), y el reproche por la incredulidad de las ciudades del lago «donde había hecho la mayor parte de sus milagros» (cf. Mt 11, 20-24). Mateo, por tanto, ve el júbilo en relación con las expresiones con las que Jesús constata la eficacia de su palabra y la de su acción: «Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: lo ciegos ven y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí!» (Mt 11, 4-6).

También san Lucas presenta el Himno de júbilo en conexión con un momento de desarrollo del anuncio del Evangelio. Jesús envió a los «setenta y dos discípulos» (Lc 10, 1) y ellos partieron con una sensación de temor por el posible fracaso de su misión. Lucas subraya también el rechazo que encontró el Señor en las ciudades donde predicó y realizó signos prodigiosos. Pero los setenta y dos discípulos regresaron llenos de alegría, porque su misión tuvo éxito. Constataron que, con el poder de la palabra de Jesús, los males del hombre son vencidos. Y Jesús comparte su satisfacción: «en aquella hora» (Lc 20, 21), en aquel momento se llenó de alegría.

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Hay otros dos elementos que quiero destacar. El evangelista Lucas introduce la oración con la anotación: «Jesús se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10, 21). Jesús se alegra partiendo desde el interior de sí mismo, desde lo más profundo de sí: la comunión única de conocimiento y de amor con el Padre, la plenitud del Espíritu Santo. Implicándonos en su filiación, Jesús nos invita también a nosotros a abrirnos a la luz del Espíritu Santo, porque —como afirma el apóstol Pablo«(Nosotros) no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables… según Dios» (Rm 8, 26-27) y nos revela el amor del Padre. En el Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo, encontramos uno de los llamamientos más apremiantes de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28). Jesús pide que se acuda a él, que es la verdadera sabiduría, a él que es «manso y humilde de corazón»; propone «su yugo», el camino de la sabiduría del Evangelio que no es una doctrina para aprender o una propuesta ética, sino una Persona a quien seguir: él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el Padre.

Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado por un momento la riqueza de esta oración de Jesús. También nosotros, con el don de su Espíritu, podemos dirigirnos a Dios, en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, «Abbà». Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de los «pobres en el espíritu» (Mt 5, 3), para reconocer que no somos autosuficientes, que no podemos construir nuestra vida nosotros solos, sino que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarlo, escucharlo, hablarle. La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para cumplir la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así alivio en el cansancio de nuestro camino. Gracias.


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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular, a la delegación del Gobierno autónomo de Navarra y a la Escolanía de la Catedral de Palencia, así como a los otros grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a orar buscando la comunión con Cristo, al que conocemos y amamos como fruto del Espíritu recibido, sintiendo que en su intimidad está ya nuestra alegría. Dios os bendiga. Muchas gracias.

07/09/2011 – ¡LEVÁNTATE SEÑOR! ¡SÁLVAME!, SALMO 3 (AUDIENCIA GENERAL)

ESCUELA DE ORACIÓN

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro

Miércoles 7 de septiembre de 2011

«Vídeo en Italiano»

Queridos hermanos y hermanas:

Reanudamos hoy las audiencias en la Plaza de San Pedro y, en la «escuela de oración» que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles, quiero comenzar a meditar sobre algunos Salmos, que, come dije el pasado mes de junio, forman el «libro de oración» por excelencia. El primer Salmo sobre el que me detendré es un Salmo de lamentación y de súplica lleno de una profunda confianza, donde la certeza de la presencia de Dios es la base de la oración que brota de una condición de extrema dificultad en la que se encuentra el orante. Se trata del Salmo 3, referido por la tradición judía a David en el momento en que huye de su hijo Absalón (cf. v. 1): es uno de los episodios más dramáticos y sufridos de la vida del rey, cuando su hijo usurpa su trono real y le obliga a abandonar Jerusalén para salvar su vida (cf. 2 Sam 15ss). La situación de peligro y de angustia que experimenta David hace, por tanto, de telón de fondo a esta oración y ayuda a comprenderla, presentándose como la situación típica en la que puede recitarse un Salmo como este. Todo hombre puede reconocer en el clamor del salmista aquellos sentimientos de dolor, amargura y, a la vez, de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañaron a David al huir de su ciudad.

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El Salmo comienza con una invocación al Señor:

«Señor, cuántos son mis enemigos, cuántos se levantan contra mí; cuántos dicen de mí: “Ya no lo protege Dios”» (vv. 2-3).

La descripción que el orante hace de su situación está marcada por tonos fuertemente dramáticos. Tres veces se subraya la idea de multitud —«numerosos», «muchos», «tantos»— que en el texto original se expresa con la misma raíz hebrea, de forma repetitiva, casi insistente, con el fin de recalcar aún más la enormidad del peligro. Esta insistencia sobre el número y la magnitud de los enemigos sirve para expresar la percepción, por parte del salmista, de la absoluta desproporción que existe entre él y sus perseguidores, una desproporción que justifica y fundamenta la urgencia de su petición de ayuda: los opresores son muchos, toman la delantera, mientras que el orante está solo e inerme, bajo el poder de sus agresores. Sin embargo, la primera palabra que pronuncia el salmista es «Señor»; su grito comienza con la invocación a Dios. Una multitud se cierne y se rebela contra él, generando un miedo que aumenta la amenaza haciéndola parecer todavía más grande y aterradora. Pero el orante no se deja vencer por esta visión de muerte, mantiene firme la relación con el Dios de la vida y en primer lugar se dirige a él en busca de ayuda. Pero los enemigos tratan también de romper este vínculo con Dios y de mellar la fe de su víctima. Insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni siquiera Dios puede salvarle. La agresión, por lo tanto, no es sólo física, sino que toca la dimensión espiritual: «el Señor no puede salvarle» —dicen—, atacan el núcleo central del espíritu del Salmista. Es la extrema tentación a la que se ve sometido el creyente, es la tentación de perder la fe, la confianza en la cercanía de Dios. El justo supera la última prueba, permanece firme en la fe y en la certeza de la verdad y en la plena confianza en Dios, y precisamente así encuentra la vida y la verdad. Me parece que aquí el Salmo nos toca muy personalmente: en numerosos problemas somos tentados a pensar que quizá incluso Dios no me salva, no me conoce, quizá no tiene la posibilidad de hacerlo; la tentación contra la fe es la última agresión del enemigo, y a esto debemos resistir; así encontramos a Dios y encontramos la vida.

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El orante de nuestro Salmo está llamado a responder con la fe a los ataques de los impíos: los enemigos —como dije— niegan que Dios pueda ayudarle; él, en cambio, lo invoca, lo llama por su nombre, «Señor», y luego se dirige a él con un «tú» enfático, que expresa una relación firme, sólida, y encierra en sí la certeza de la respuesta divina:

«Pero tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria, tú mantienes alta mi cabeza. Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su santo monte» (vv. 4-5).

Ahora desaparece la visión de los enemigos, no han vencido porque quien cree en Dios está seguro de que Dios es su amigo: permanece sólo el «tú» de Dios; a los «muchos» se contrapone ahora uno solo, pero mucho más grande y poderoso que muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; como escudo protege a quien confía en él, y le hace levantar la cabeza, como gesto de triunfo y de victoria. El hombre ya no está solo, los enemigos no son invencibles como parecían, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su monte santo. El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda, y Dios responde. Este entrelazamiento del grito humano y la respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de lectura de toda la historia de la salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda y recurre a la fidelidad del otro; gritar quiere decir hacer un gesto de fe en la cercanía y en la disponibilidad a la escucha de Dios. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que se manifiesta en plenitud en la respuesta salvífica de Dios. Esto es relevante: que en nuestra oración sea importante, presente, la certeza de la presencia de Dios. De este modo, el Salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo envuelve a su alrededor de una protección invulnerable; quien pensaba que ya estaba perdido puede levantar la cabeza, porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y humillado, está en la gloria, porque Dios es su gloria.

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La respuesta divina que acoge la oración dona al Salmista una seguridad total; se acabó también el miedo, y el grito se serena en la paz, en una profunda tranquilidad interior:

«Puedo acostarme y dormir y despertar: el Señor me sostiene. No temeré al pueblo innumerable que acampa a mi alrededor» (vv. 6-7).

El orante, incluso en medio del peligro y la batalla, puede dormir tranquilo, en una inequívoca actitud de abandono confiado. En torno a él acampan los adversarios, le asedian, son muchos, se levantan contra él, le ridiculizan y buscan hacerle caer, pero él en cambio se acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y al despertar, encuentra a Dios todavía a su lado, como custodio que no duerme (cf. Sal 121, 3-4), que le sostiene, le toma de la mano, no le abandona nunca. El miedo a la muerte está vencido por la presencia de aquél que no muere. Precisamente la noche, poblada de temores atávicos, la noche dolorosa de la soledad y de la angustiosa espera, ahora se transforma: lo que evoca la muerte se convierte en presencia del Eterno.

A la visibilidad del asalto enemigo, violento, imponente, se contrapone la presencia invisible de Dios, con todo su poder invencible. Y es a él a quien, después de sus expresiones de confianza, nuevamente el Salmista dirige su oración: «Levántate, Señor; sálvame, Dios mío» (v. 8a). Los agresores «se levantaban» (cf. v. 2) contra su víctima; quien en cambio «se levantará» es el Señor, y será para derribarlos. Dios lo salvará, respondiendo a su clamor. Por ello el Salmo concluye con la visión de la liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacer perecer. Después de la petición dirigida al Señor para que se levante a salvar, el orante describe la victoria divina: los enemigos que, con su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo lo que se opone a Dios y a su plan de salvación, son derrotados. Golpeados en la boca, ya no podrán agredir con su destructiva violencia y ni podrán ya insinuar el mal de la duda sobre la presencia y el obrar de Dios: su hablar insensato y blasfemo es definitivamente desmentido y reducido al silencio de la intervención salvífica del Señor (cf. v. 8bc). De este modo, el Salmista puede concluir su oración con una frase de connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y en la alabanza, al Dios de la vida: «De ti, Señor, viene la salvación y la bendición sobre tu pueblo» (v. 9).

Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos ha presentado una súplica llena de confianza y de consolación. Orando este Salmo, podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que encuentra en Jesús su realización. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza confortadora de la fe. Dios siempre está cerca —incluso en las dificultades, en los problemas, en las oscuridades de la vida—, escucha, responde y salva a su modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David al huir de forma humillante de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la Sabiduría y, de forma última y cumplida, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, precisamente entonces se manifiesta, para todos los creyentes, la verdadera gloria y la realización definitiva de la salvación. Que el Señor nos done fe, nos ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de orar en los momentos de angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días del dolor, abandonándonos con confianza en él, que es nuestro «escudo» y nuestra «gloria». Gracias.


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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la parroquia de San Francisco Javier, de Oviedo; a la Coral Médica Pedro Pérez Velásquez y al Coro Juvenil Cultural, de la Universidad Central de Venezuela; a la Orquesta Sinfónica Juvenil “Batuta”, de Bogotá, así como a los demás grupos provenientes de España, Costa Rica, El Salvador, Venezuela, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a vivir, ante cualquier adversidad, una absoluta confianza en Dios de quien procede toda bendición. Muchas gracias.