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08/11/2009 – VISITA PASTORAL A BRESCIA Y CONCESIO

VISITA PASTORAL A BRESCIA Y CONCESIO

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VISITA A LA PARROQUIA DE BOTTICINO SERA

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Brescia
Domingo 8 de noviembre de 2009

«Vídeo en Italiano»

Queridos hermanos y hermanas:

Estoy muy contento de estar en la parroquia del santo Tadini. Lo canonicé hace poco y para mí fue edificante su figura de vida espiritual y, al mismo tiempo, de gran personalidad en la vida social de los siglos XIX y XX. Con su obra, hizo un gran regalo a la humanidad y nos invita a todos a amar a Dios, a amar a Cristo, a amar a la Virgen y a dar este amor a los demás; a trabajar para que nazca un mundo fraterno en el que cada uno ya no viva para sí mismo sino para los demás. Así pues, gracias por esta acogida tan cordial. Es una gran alegría ver aquí a la Iglesia viva y llena de gozo. ¡Feliz domingo! Os deseo lo mejor. ¡Gracias!

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Atrio de la catedral de Brescia
Domingo 8 de noviembre de 2009

«Vídeo en Italiano»

Queridos hermanos y hermanas:

Es grande mi alegría al poder partir con vosotros el pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía aquí, en el corazón de la diócesis de Brescia, donde nació y recibió su formación juvenil el siervo de Dios Giovanni Battista Montini, Papa Pablo VI. Os saludo a todos con afecto y os agradezco vuestra cordial acogida. Doy las gracias en particular al obispo, monseñor Luciano Monari, por las palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración, y con él saludo a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes y los diáconos, a los religiosos y las religiosas, y a todos los agentes pastorales. Doy las gracias al alcalde por sus palabras y su regalo, y a las demás autoridades civiles y militares. Dirijo un saludo especial a los enfermos que se encuentran dentro de la catedral.

En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo, trigésimo segundo del tiempo ordinario, encontramos el personaje de la viuda pobre, o más bien, nos encontramos ante el gesto que realiza al echar en el tesoro del templo las últimas monedas que le quedan. Un gesto que, gracias a la mirada atenta de Jesús, se ha convertido en proverbial: «el óbolo de la viuda» es sinónimo de la generosidad de quien da sin reservas lo poco que posee. Ahora bien, antes quisiera subrayar la importancia del ambiente en el que se desarrolla ese episodio evangélico, es decir, el templo de Jerusalén, centro religioso del pueblo de Israel y el corazón de toda su vida. El templo es el lugar del culto público y solemne, pero también de la peregrinación, de los ritos tradicionales y de las disputas rabínicas, como las que refiere el Evangelio entre Jesús y los rabinos de aquel tiempo, en las que, sin embargo, Jesús enseña con una autoridad singular, la del Hijo de Dios. Pronuncia juicios severos, como hemos escuchado, sobre los escribas, a causa de su hipocresía, pues mientras ostentan gran religiosidad, se aprovechan de la gente pobre imponiéndoles obligaciones que ellos mismos no observan. En suma, Jesús muestra su afecto por el templo como casa de oración, pero precisamente por eso quiere purificarlo de usos impropios, más aún, quiere revelar su significado más profundo, vinculado al cumplimiento de su misterio mismo, el misterio de su muerte y resurrección, en la que él mismo se convierte en el Templo nuevo y definitivo, el lugar en el que se encuentran Dios y el hombre, el Creador y su criatura.

El episodio del óbolo de la viuda se enmarca en ese contexto y nos lleva, a través de la mirada de Jesús, a fijar la atención en un detalle que se puede escapar pero que es decisivo: el gesto de una viuda, muy pobre, que echa en el tesoro del templo dos moneditas. También a nosotros Jesús nos dice, como en aquel día a los discípulos: ¡Prestad atención! Mirad bien lo que hace esa viuda, pues su gesto contiene una gran enseñanza; expresa la característica fundamental de quienes son las «piedras vivas» de este nuevo Templo, es decir, la entrega completa de sí al Señor y al prójimo; la viuda del Evangelio, al igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en las manos de Dios, por el bien de los demás. Este es el significado perenne de la oferta de la viuda pobre, que Jesús exalta porque da más que los ricos, quienes ofrecen parte de lo que les sobra, mientras que ella da todo lo que tenía para vivir (cf. Mc 12, 44), y así se da a sí misma.

Queridos amigos, a partir de esta imagen evangélica, deseo meditar brevemente sobre el misterio de la Iglesia, del templo vivo de Dios, y de esta manera rendir homenaje a la memoria del gran Papa Pablo VI, que consagró a la Iglesia toda su vida. La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios. Como dice la carta a los Hebreos, también en el texto que acabamos de escuchar, a Dios le bastó el sacrificio de Jesús, ofrecido «una sola vez», para salvar al mundo entero (cf. Hb 9, 26.28), porque en esa única oblación está condensado todo el amor del Hijo de Dios hecho hombre, como en el gesto de la viuda se concentra todo el amor de aquella mujer a Dios y a los hermanos: no le falta nada y no se le puede añadir nada. La Iglesia, que nace incesantemente de la Eucaristía, de la entrega de Jesús, es la continuación de este don, de esta sobreabundancia que se expresa en la pobreza, del todo que se ofrece en el fragmento. Es el Cuerpo de Cristo que se entrega totalmente, Cuerpo partido y compartido, en constante adhesión a la voluntad de su Cabeza. Me alegra saber que estáis profundizando en la naturaleza eucarística de la Iglesia, guiados por la carta pastoral de vuestro obispo.

Esta es la Iglesia que el siervo de Dios Pablo VI amó con amor apasionado y trató de hacer comprender y amar con todas sus fuerzas. Releamos su «Meditación ante la muerte», donde, en la parte conclusiva, habla de la Iglesia. «Puedo decir —escribe— que siempre la he amado… y que para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese». Es el tono de un corazón palpitante, que sigue diciendo: «Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría —continúa el Papa— abrazarla, saludarla, amarla en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla». Y a ella le dirige las últimas palabras como si se tratara de la esposa de toda la vida: «Y, ¿qué diré a la Iglesia, a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones de Dios vengan sobre ti; ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de agosto de 1979, p. 12).

¿Qué se puede añadir a palabras tan elevadas e intensas? Sólo quisiera subrayar esta última visión de la Iglesia «pobre y libre», que recuerda la figura evangélica de la viuda. Así debe ser la comunidad eclesial para que logre hablar a la humanidad contemporánea. En todas las etapas de su vida, desde los primeros años de sacerdocio hasta el pontificado, Giovanni Battista Montini se interesó de modo muy especial por el encuentro y el diálogo de la Iglesia con la humanidad de nuestro tiempo. Dedicó todas sus energías al servicio de una Iglesia lo más conforme posible a su Señor Jesucristo, de modo que, al encontrarse con ella, el hombre contemporáneo pudiera encontrarse con Jesús, porque de él tiene necesidad absoluta. Este es el anhelo profundo del Concilio Vaticano II, al que corresponde la reflexión del Papa Pablo VI sobre la Iglesia. Él quiso exponer de forma programática algunos de sus aspectos más importantes en su primera encíclica, Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964, cuando aún no habían visto la luz las constituciones conciliares Lumen gentium y Gaudium et spes.

Con aquella primera encíclica el Pontífice se proponía explicar a todos la importancia de la Iglesia para la salvación de la humanidad, y al mismo tiempo, la exigencia de entablar entre la comunidad eclesial y la sociedad una relación de mutuo conocimiento y amor (cf. Enchiridion Vaticanum, 2, p. 199, n. 164). «Conciencia», «renovación», «diálogo»: estas son las tres palabras elegidas por Pablo VI para expresar sus «pensamientos» dominantes —como él los define— al comenzar su ministerio petrino, y las tres se refieren a la Iglesia. Ante todo, la exigencia de que profundice la conciencia de sí misma: origen, naturaleza, misión, destino final; en segundo lugar, su necesidad de renovarse y purificarse contemplando el modelo que es Cristo; y, por último, el problema de sus relaciones con el mundo moderno (cf. ib., pp. 203-205, nn. 166-168). Queridos amigos —y me dirijo de modo especial a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio—, ¿cómo no ver que la cuestión de la Iglesia, de su necesidad en el designio de salvación y de su relación con el mundo, sigue siendo hoy absolutamente central? Más aún, ¿cómo no ver que el desarrollo de la secularización y de la globalización han radicalizado aún más esta cuestión, ante el olvido de Dios, por una parte, y ante las religiones no cristianas, por otra? La reflexión del Papa Montini sobre la Iglesia es más actual que nunca; y más precioso es aún el ejemplo de su amor a ella, inseparable de su amor a Cristo. «El misterio de la Iglesia —leemos en la encíclica Ecclesiam suamno es mero objeto de conocimiento teológico, sino que debe ser un hecho vivido, del cual el alma fiel, aun antes que un claro concepto, puede tener una como connatural experiencia» (ib., p. 229, n. 178). Esto presupone una robusta vida interior, que es «el gran manantial de la espiritualidad de la Iglesia, su modo propio de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical e insustituible de su actividad religiosa y social, e inviolable defensa y renaciente energía en su difícil contacto con el mundo profano» (ib., p. 231, n. 179). Precisamente el cristiano abierto, la Iglesia abierta al mundo, tienen necesidad de una robusta vida interior.

Queridos hermanos, ¡qué don tan inestimable para la Iglesia es la lección del siervo de Dios Pablo VI! Y ¡qué alentador es cada vez aprender de su ejemplo! Es una lección que afecta a todos y compromete a todos, según los diferentes dones y ministerios que enriquecen al pueblo de Dios por la acción del Espíritu Santo. En este Año sacerdotal me complace subrayar que esta lección interesa y afecta de manera particular a los sacerdotes, a quienes el Papa Montini reservó siempre un afecto y una atención especiales. En la encíclica sobre el celibato sacerdotal escribió: «»Apresado por Cristo Jesús» (Flp 3, 12) hasta el abandono total de sí mismo en él, el sacerdote se configura más perfectamente a Cristo también en el amor, con que el eterno Sacerdote ha amado a su cuerpo, la Iglesia, ofreciéndose a sí mismo todo por ella. (…) La virginidad consagrada de los sagrados ministros manifiesta el amor virginal de Cristo a su Iglesia y la virginal y sobrenatural fecundidad de esta unión» (Sacerdotalis caelibatus, 26). Dedico estas palabras del gran Papa a los numerosos sacerdotes de la diócesis de Brescia, aquí bien representados, así como a los jóvenes que se están formando en el seminario. Y quisiera recordar también las palabras que Pablo VI dirigió a los alumnos del Seminario Lombardo, el 7 de diciembre de 1968, mientras las dificultades del posconcilio se añadían a los fermentos del mundo juvenil: «Muchos —dijo— esperan del Papa gestos clamorosos, intervenciones enérgicas y decisivas. El Papa considera que tiene que seguir únicamente la línea de la confianza en Jesucristo, a quien su Iglesia le interesa más que a nadie. Él calmará la tempestad… No se trata de una espera estéril o inerte, sino más bien de una espera vigilante en la oración. Esta es la condición que Jesús escogió para nosotros a fin de que él pueda actuar en plenitud. También el Papa necesita ayuda con la oración» (Insegnamenti VI, [1968], 1189). Queridos hermanos, que los ejemplos sacerdotales del siervo de Dios Giovanni Battista Montini os guíen siempre, y que interceda por vosotros san Arcángel Tadini, a quien acabo de venerar en mi breve visita a Botticino.

Al saludar y alentar a los sacerdotes, no puedo olvidar, especialmente aquí, en Brescia, a los fieles laicos, que en esta tierra han demostrado una extraordinaria vitalidad de fe y de obras, en los diferentes campos del apostolado asociado y del compromiso social. En las «Enseñanzas» de Pablo VI, queridos amigos de Brescia, podéis encontrar indicaciones siempre valiosas para afrontar los desafíos actuales, sobre todo la crisis económica, la inmigración y la educación de los jóvenes. Al mismo tiempo, el Papa Montini no perdía ocasión para subrayar el primado de la dimensión contemplativa, es decir, el primado de Dios en la experiencia humana. Por ello, no se cansaba nunca de promover la vida consagrada, en la variedad de sus aspectos. Él amó intensamente la multiforme belleza de la Iglesia, reconociendo en ella el reflejo de la infinita belleza de Dios, que se trasparenta en el rostro de Cristo.

Oremos para que el fulgor de la belleza divina resplandezca en cada una de nuestras comunidades y la Iglesia sea signo luminoso de esperanza para la humanidad del tercer milenio. Que nos alcance esta gracia María, a quien Pablo VI quiso proclamar, al final del Concilio ecuménico Vaticano II, Madre de la Iglesia. Amén.

BENEDETTO XVI

ÁNGELUS

Plaza Pablo VI – Brescia
Domingo 8 de noviembre de 2009

«Vídeo en Italiano»

Al concluir esta solemne celebración, doy cordialmente las gracias a quienes se han encargado de la animación litúrgica y a quienes de diferentes maneras han colaborado en la preparación y realización de mi visita pastoral aquí, a Brescia. ¡Gracias a todos! Saludo también a quienes nos siguen a través de la radio y la televisión, así como a quienes están en la plaza de San Pedro, de manera especial a los numerosos voluntarios de la Unión nacional «Pro Loco» de Italia. En este momento del Ángelus deseo recordar la profunda devoción que el siervo de Dios Giovanni Battista Montini tenía por la Virgen María. Celebró su primera misa en el santuario de Santa María de las Gracias, corazón mariano de vuestra ciudad, no muy lejos de esta plaza. De ese modo, puso su sacerdocio bajo la protección materna de la Madre de Jesús, y este vínculo lo acompañó toda la vida.

A medida que sus responsabilidades eclesiales aumentaban, iba madurando una visión cada vez más amplia y orgánica de la relación entre la santísima Virgen María y el misterio de la Iglesia. Desde esta perspectiva, es memorable el discurso de clausura de la tercera etapa del Concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964. En esa sesión, se promulgó la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia, que, según palabras de Pablo VI, «tiene como vértice y corona todo un capítulo dedicado a la Virgen». El Papa observó que se trataba de la síntesis más extensa de la doctrina mariana elaborada por un concilio ecuménico, con el fin de «manifestar el rostro de la santa Iglesia, a la que María está íntimamente unida» (Enchiridion Vaticanum, Bolonia 1979, p. [185], nn. 300-302; «Concilio Vaticano II. Constituciones, Decretos. Declaraciones», BAC, Madrid 1968, p. 1077). En ese contexto proclamó a María santísima «Madre de la Iglesia» (cf. ib., n. 306), subrayando, con profunda sensibilidad ecuménica, que «la devoción a María… es un medio esencialmente ordenado a orientar las almas hacia Cristo y de esta forma unirlas al Padre, en el amor del Espíritu Santo» (ib., n. 315).

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Recordando  esas  palabras  de Pablo VI, también nosotros elevamos hoy nuestra oración:

Virgen María, Madre de la Iglesia, te encomendamos a esta Iglesia bresciana y a toda la población de esta región. Acuérdate de todos tus hijos; avala sus oraciones ante Dios; conserva sólida su fe; fortifica su esperanza; aumenta su caridad. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María! (cf. ib., nn. 317.320.325).

ENCUENTRO OFICIAL PARA LA INAUGURACIÓN DE LA NUEVA SEDE
Y ENTREGA DEL PREMIO INTERNACIONAL PABLO VI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Auditorium Vittorio Montini del Instituto Pablo VI – Concesio
Domingo 8 de noviembre de 2009

«Vídeo en Italiano»

Señores cardenales;
venerados hermanos obispos y sacerdotes;
queridos amigos:

Os agradezco de corazón que me hayáis invitado a inaugurar la nueva sede del Instituto dedicado a Pablo VI, construida al lado de su casa natal. Os saludo a todos con afecto, comenzando por los señores cardenales, los obispos, las autoridades y las personalidades presentes. Saludo en particular al presidente Giuseppe Camadini, agradecido por las amables palabras que me ha dirigido, ilustrando los orígenes, la finalidad y las actividades del Instituto. Participo con gusto en la solemne ceremonia del «Premio internacional Pablo VI», que este año ha sido asignado a la colección francesa «Sources chrétiennes». Una elección dedicada al ámbito educativo, que quiere poner de relieve —como acertadamente se ha subrayado— el fuerte compromiso de esta colección histórica, fundada en 1942, entre otros, por Henri De Lubac y Jean Daniélou, para un renovado descubrimiento de las fuentes cristianas antiguas y medievales. Agradezco al director Bernard Meunier el saludo que me ha dirigido. Aprovecho esta propicia ocasión, queridos amigos, para alentaros a dar a conocer cada vez más la personalidad y la doctrina de este gran Pontífice, no tanto desde el punto de vista hagiográfico y conmemorativo, sino más bien en el sentido de la investigación científica —y esto, justamente, se ha remarcado—, para ofrecer una aportación al conocimiento de la verdad y a la comprensión de la historia de la Iglesia y de los Pontífices del siglo XX. Cuanto más conocido es el siervo de Dios Pablo VI, tanto más es apreciado y amado.

A este gran Papa me unió un vínculo de afecto y devoción desde los años del Concilio Vaticano II. ¿Cómo no recordar que fue precisamente Pablo VI quien en 1977 me encomendó el cuidado pastoral de la diócesis de Munich, creándome asimismo cardenal? Siento que a este gran Pontífice debo mucha gratitud por la estima que manifestó hacia mi persona en muchas ocasiones.

Me gustaría profundizar, en esta sede, en los distintos aspectos de su personalidad; pero limitaré mis consideraciones a un solo rasgo de sus enseñanzas, que me parece de gran actualidad y en sintonía con la motivación del Premio de este año, a saber, su capacidad educativa. Vivimos en tiempos en los que se percibe una verdadera «emergencia educativa». Formar a las generaciones jóvenes, de las que depende el futuro, nunca ha sido fácil, pero en nuestra época parece todavía más complejo. Lo saben bien los padres, los educadores, los sacerdotes y los que tienen responsabilidades educativas directas. Se van difundiendo una atmósfera, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona, del significado de la verdad y del bien, y, en definitiva, de la bondad de la vida. No obstante, se advierte con fuerza una sed generalizada de certezas y de valores. Por lo tanto, hay que transmitir a las futuras generaciones algo válido, reglas sólidas de comportamiento, indicarles objetivos elevados hacia los cuales orientar con decisión su existencia. Aumenta la demanda de una educación que responda a las expectativas de la juventud; una educación que sea ante todo testimonio y, para el educador cristiano, testimonio de fe.

Al respecto me viene a la mente esta incisiva frase programática de Giovanni Battista Montini escrita en 1931: «Quiero que mi vida sea un testimonio de la verdad… Con testimonio me refiero a la salvaguardia, la búsqueda, la profesión de la verdad» (Spiritus veritatis, en Colloqui religiosi, Brescia 1981, p. 81). Este testimonio —anotaba Montini en 1933— resulta urgente al constatar que «en el campo profano los hombres de pensamiento, también y quizá especialmente en Italia, no piensan para nada en Cristo. Es un desconocido, un olvidado, un ausente en gran parte de la cultura contemporánea» (Introduzione allo studio di Cristo, Roma 1933, p. 23). El educador Montini, estudiante y sacerdote, obispo y Papa, siempre sintió la necesidad de una presencia cristiana cualificada en el mundo de la cultura, del arte y de lo social, una presencia arraigada en la verdad de Cristo, y, al mismo tiempo, atenta al hombre y a sus exigencias vitales.

Por este motivo la atención al problema educativo, la formación de los jóvenes, constituye una constante en el pensamiento y en la acción de Montini, atención que también aprendió en el ambiente familiar. Nació en una familia perteneciente al catolicismo bresciano de la época, comprometido y ferviente en obras, y creció en la escuela de su padre Giorgio, protagonista de importantes batallas para la afirmación de la libertad de los católicos en la educación. En uno de los primeros escritos dedicado a la escuela italiana, Giovanni Battista Montini observaba: «Sólo pedimos un poco de libertad para educar como queremos a la juventud que viene al cristianismo atraída por la belleza de su fe y de sus tradiciones» (Per la nostra scuola: un libro del prof. Gentile, en Scritti giovanili, Brescia 1979, p. 73). Montini fue un sacerdote de una gran fe y de amplia cultura, un guía de almas, un investigador agudo del «drama de la existencia humana». Generaciones de jóvenes universitarios encontraron en él, como asistente de la FUCI, un punto de referencia, un formador de conciencias, capaz de entusiasmar, de recordar el deber de ser testigos en cada momento de la vida, dejando transparentar la belleza de la experiencia cristiana. Al oírlo hablar —atestiguan sus estudiantes de entonces— se percibía el fuego interior que animaba sus palabras, en contraste con una constitución física que parecía frágil.

Uno de los cimientos de la propuesta formativa de los círculos universitarios de la FUCI que él dirigía consistía en buscar la unidad espiritual de la personalidad de los jóvenes: «No compartimientos separados en el alma —decía—, por una parte la cultura, y por otra la fe; por un lado la escuela y por otro la Iglesia. La doctrina, como la vida, es única» (Idee=Forze, en Studium 24 [1928], p. 343). En otras palabras, para Montini eran esenciales la plena armonía y la integración entre la dimensión cultural y religiosa de la formación, con especial hincapié en el conocimiento de la doctrina cristiana, y las consecuencias prácticas en la vida. Precisamente por esto, desde el comienzo de su actividad, en el círculo romano de la FUCI, junto con un serio compromiso espiritual e intelectual, promovió para los universitarios iniciativas caritativas al servicio de los pobres, con la Conferencia de San Vicente. Nunca separaba la que más tarde definirá «caridad intelectual» de la presencia social, del hacerse cargo de las necesidades de los últimos. De este modo, se educaba a los estudiantes a descubrir la continuidad entre el riguroso deber del estudio y las misiones concretas entre los marginados. «Creemos —escribía— que el católico no es una persona atormentada por cien mil problemas aunque sean de orden espiritual… ¡No! El católico es quien tiene la fecundidad de la seguridad. Así, fiel a su fe, puede mirar al mundo no como a un abismo de perdición, sino como a un campo de mies» (La distanza dal mondo, en Azione Fucina, 10 de febrero de 1929, p. 1).

Giovanni Battista Montini insistía en la formación de los jóvenes, para que fueran capaces de entrar en relación con la modernidad, una relación difícil y a menudo crítica, pero siempre constructiva y dialogada. De la cultura moderna subrayaba algunas características negativas, tanto en el campo del conocimiento como en el de la acción, como el subjetivismo, el individualismo y la afirmación ilimitada del sujeto. Al mismo tiempo, sin embargo, consideraba necesario el diálogo, siempre a partir de una sólida formación doctrinal, cuyo principio unificador era la fe en Cristo; una «conciencia» cristiana madura, por tanto, capaz de confrontarse con todos, pero sin ceder a las modas del momento. Ya Romano Pontífice, a los rectores y decanos de las universidades de la Compañía de Jesús les dijo que «el mimetismo doctrinal y moral no está ciertamente conforme con el espíritu del Evangelio». «Por lo demás, los mismos que no comparten las posiciones de la Iglesia —añadió— nos piden una total claridad de posiciones para poder establecer un diálogo constructivo y leal». Por lo tanto, el pluralismo cultural y el respeto nunca deben «hacer perder de vista al cristiano su deber de servir a la verdad en la caridad, y de seguir la verdad de Cristo, la única que da la verdadera libertad» (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de agosto de 1975, p. 4).

Según el Papa Montini hay que educar al joven a juzgar el ambiente en el que vive y actúa, a considerarse una persona y no un número en la masa: en una palabra, hay que ayudarle a tener un «pensamiento fuerte» capaz de una «acción fuerte», evitando el peligro que se puede correr de anteponer la acción al pensamiento y de hacer de la experiencia la fuente de la verdad. Al respecto afirmó: «La acción no puede ser luz por sí misma. Si no se quiere forzar al hombre a pensar cómo actúa, es preciso educarlo a actuar como piensa. En el mundo cristiano, donde el amor, la caridad tienen una importancia suprema, decisiva, tampoco se puede prescindir de la luz de la verdad, que al amor presenta sus finalidades y sus motivos» (Insegnamenti II, [1964], 194).

Queridos amigos, los años de la FUCI, difíciles por el contexto político de Italia, pero apasionantes para los jóvenes que reconocieron en el siervo de Dios a un guía y un educador, quedaron marcados en la personalidad de Pablo VI. En él, arzobispo de Milán y más tarde Sucesor del apóstol Pedro, nunca faltaron el anhelo y la preocupación por el tema de la educación. Lo confirman sus numerosas intervenciones dedicadas a las nuevas generaciones, en momentos borrascosos y atormentados, como el sesenta y ocho. Con valentía indicó el camino del encuentro con Cristo como experiencia educativa liberadora y única respuesta verdadera a los deseos y las aspiraciones de los jóvenes, víctimas de la ideología. «Vosotros, jóvenes de hoy —repetía—, algunas veces os dejáis fascinar por un conformismo que puede llegar a ser habitual, un conformismo que doblega inconscientemente vuestra libertad al dominio automático de corrientes externas de pensamiento, de opinión, de sentimiento, de acción, de moda; y, de ese modo, arrastrados por un gregarismo que os da la impresión de ser fuertes, a veces llegáis a ser rebeldes en grupo, en masa, a menudo sin saber por qué». «Pero —seguía afirmando— si tomáis conciencia de Cristo, y os adherís a él… seréis libres interiormente…, sabréis por qué y para quién vivir… Y, al mismo tiempo —algo maravilloso—, sentiréis que nace dentro de vosotros la ciencia de la amistad, de la socialidad, del amor. No seréis unos solitarios» (Insegnamenti VI, [1968], 117-118).

Pablo VI se definió a sí mismo «un amigo de los jóvenes»: sabía reconocer y compartir su congoja cuando se debaten entre las ganas de vivir, la necesidad de tener certezas, el anhelo del amor y la sensación de desconcierto, la tentación del escepticismo y la experiencia de la desilusión. Había aprendido a comprender su espíritu y recordaba que la indiferencia agnóstica del pensamiento actual, el pesimismo crítico y la ideología materialista del progreso social no bastan al espíritu, abierto a horizontes bien distintos de verdad y de vida (cf. Ángelus del 7 de julio de 1974; L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de julio de 1974, p. 1). Hoy, como entonces, en las nuevas generaciones surge una ineludible pregunta de sentido, una búsqueda de relaciones humanas auténticas. Decía Pablo VI: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros (…) o si escucha a los maestros es porque son testigos» (Evangelii nuntiandi, 41). Este venerado predecesor mío fue maestro de vida y testigo valiente de esperanza, no siempre comprendido, más aún, muchas veces contestado y aislado por movimientos culturales dominantes entonces. Pero, sólido a pesar de ser frágil físicamente, guió sin titubeos a la Iglesia; nunca perdió la confianza en los jóvenes, invitándolos siempre, y no sólo a ellos, a confiar en Cristo y a seguirlo por el camino del Evangelio.

Queridos amigos, os agradezco una vez más que me hayáis dado la oportunidad de respirar aquí, en su pueblo natal y en estos lugares llenos de recuerdos de su familia y de su infancia, el clima en el que se formó el siervo de Dios Pablo VI, el Papa del Concilio Vaticano II y del posconcilio. Aquí todo habla de la riqueza de su personalidad y de su vasta doctrina. Aquí se encuentran también recuerdos significativos de otros pastores y protagonistas de la historia de la Iglesia del siglo pasado, como por ejemplo el cardenal Bevilacqua, el obispo Carlo Manziana, monseñor Pasquale Macchi, su secretario personal de confianza, o el padre Paolo Caresana. Deseo de corazón que las nuevas generaciones perciban el amor de este Papa por los jóvenes y su invitación constante a encomendarse a Jesucristo, una invitación que retomó Juan Pablo II y que también yo quise renovar al comienzo de mi pontificado. Por esto aseguro mi oración y bendigo a todos los presentes, a vuestras familias, vuestro trabajo y las iniciativas del Instituto Pablo VI.

VISITA A LA PARROQUIA DE SAN ANTONINO,
DONDE FUE BAUTIZADO GIOVANNI BATTISTA MONTINI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Concesio
Domingo 8 de noviembre de 2009

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Queridos hermanos y hermanas:

Con este encuentro termina la visita pastoral a Brescia, tierra natal de mi venerado predecesor Pablo VI. Y para mí es un verdadero placer concluirla precisamente aquí, en Concesio, donde nació y comenzó su larga y rica aventura humana y espiritual. Más significativo aún —y más emocionante— es estar en esta iglesia vuestra que fue también su iglesia. Aquí, el 30 de septiembre de 1897, recibió el Bautismo y quién sabe cuántas veces volvió a ella para orar; probablemente aquí comprendió mejor la voz del divino Maestro que lo llamó a seguirlo y lo llevó, a través de varias etapas, hasta ser su Vicario en la tierra. Aquí resuenan también las inspiradas palabras que, ya siendo cardenal, Giovanni Battista Montini pronunció hace cincuenta años, el 16 de agosto de 1959, cuando volvió a su pila bautismal. «Aquí llegué a ser cristiano —dijo—; llegué a ser hijo de Dios y recibí el don de la fe» (G. B. Montini, Discorsi e Scritti Milanesi, II, p. 3010). Al recordarlo, me complace saludaros con afecto a todos vosotros, sus paisanos, a vuestro párroco y al alcalde, así como al pastor de la diócesis, monseñor Luciano Monari, y a todos los que han querido estar presentes en este breve pero intenso momento de intimidad espiritual.

«Aquí llegué a ser cristiano…, recibí el don de la fe». Queridos amigos, permitidme aprovechar esta ocasión para recordar,  partiendo  precisamente de la afirmación del Papa Montini y refiriéndome a otras intervenciones suyas, la  importancia del Bautismo en la vida de todo cristiano. El Bautismo —afirma— puede definirse «la primera y fundamental relación vital y sobrenatural entre la Pascua del Señor y nuestra Pascua» (Insegnamenti IV, [1966], 742); es el sacramento mediante el cual tiene lugar «la transfusión del misterio de la muerte y resurrección de Cristo a sus seguidores» (Insegnamenti XIV, [1976], 407); es el sacramento que introduce en la relación de comunión con Cristo. «Por el bautismo —como dice san Pablofuimos sepultados con él en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos (…), así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rm 6, 4). A Pablo VI le gustaba subrayar la dimensión cristocéntrica del Bautismo, con el que nos hemos revestido de Cristo, con el que entramos en comunión vital con él y le pertenecemos a él.

En tiempos de grandes cambios en el seno de la Iglesia y en el mundo, ¡cuántas veces Pablo VI insistió en esta necesidad de permanecer firmes en la comunión vital con Cristo! De hecho, sólo así llegamos a ser miembros de su familia, que es la Iglesia. El Bautismo —afirmaba— es la «puerta por la que los hombres entran en la Iglesia» (Insegnamenti XII, [1974], 422); es el sacramento con el que se llega a ser «hermanos de Cristo y miembros de aquella humanidad, destinada a formar parte de su Cuerpo místico y universal, que se llama la Iglesia» (Insegnamenti XIII, [1975], 308). Al hombre regenerado por el Bautismo Dios lo hace partícipe de su vida misma, y «el bautizado puede tender eficazmente a Dios-Trinidad, su fin último, al que está ordenado, con la finalidad de participar en su vida y en su amor infinito» (Insegnamenti XI, [1973], 850).

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Queridos hermanos y hermanas, quisiera volver idealmente a la visita que realizó hace cincuenta años a esta iglesia parroquial el entonces arzobispo de Milán. Recordando su Bautismo, se preguntó cómo había conservado y vivido este gran don del Señor y, aun reconociendo que no lo había comprendido ni secundado suficientemente, confesó: «Os quiero decir que la fe que recibí en esta iglesia con el sacramento del santo Bautismo fue para mí la luz de la vida…, la lámpara de mi vida» (Op. cit., pp. 3010. 3011). Haciéndonos eco de sus palabras, podríamos preguntarnos: «¿Cómo vivo mi Bautismo? ¿Cómo hago experiencia del camino de vida nueva del que habla san Pablo?». En el mundo en que vivimos —para usar también una expresión del arzobispo Montini— a menudo hay «una nube que nos quita la alegría de ver con serenidad el cielo divino…; sentimos la tentación de creer que la fe es un vínculo, una cadena de la que es preciso liberarse; que es algo antiguo, por no decir pasado de moda, algo que no sirve» (ib., p. 3012), por lo cual el hombre piensa que basta «la vida económica y social para dar una respuesta a todas las aspiraciones del corazón humano» (ib.). Al respecto, ¡qué elocuente es, en cambio, la expresión de san Agustín, quien escribe en las Confesiones que nuestro corazón no tiene paz hasta que descansa en Dios (cf. I, 1). El ser humano sólo es verdaderamente feliz si encuentra la luz que lo ilumina y le da plenitud de significado. Esta luz es la fe en Cristo, don que se recibe en el Bautismo y que es preciso redescubrir constantemente para poder transmitirlo a los demás.

Queridos hermanos y hermanas, no olvidemos el inmenso don que recibimos el día en que fuimos bautizados. En ese momento Cristo nos unió a sí para siempre, pero, por nuestra parte, ¿seguimos permaneciendo unidos a él con opciones coherentes con el Evangelio? No es fácil ser cristianos. Hace falta valentía y tenacidad para no conformarse a la mentalidad del mundo, para no dejarse seducir por los señuelos a veces poderosos del hedonismo y el consumismo, para afrontar, si fuera necesario, incluso incomprensiones y a veces hasta verdaderas persecuciones. Vivir el Bautismo implica permanecer firmemente unidos a la Iglesia, también cuando vemos en su rostro alguna sombra y alguna mancha. Es ella la que nos ha engendrado para la vida divina y nos acompaña en todo nuestro camino:¡Amémosla, amémosla como a nuestra Madre! Amémosla y sirvámosla con un amor fiel, que se traduzca en gestos concretos en el seno de nuestras comunidades, sin caer en la tentación del individualismo y del prejuicio, y superando toda rivalidad y división. Así seremos verdaderos discípulos de Cristo.

Que nos ayude desde el cielo María, Madre de Cristo y de la Iglesia, a quien el siervo de Dios Pablo VI amó y honró con gran devoción. Queridos hermanos y hermanas, os agradezco una vez más vuestra acogida, tan cordial y afectuosa; y, a la vez que os aseguro mi recuerdo en la oración, imparto a todos de corazón una bendición especial.

26/08/2010 – MENSAJE POR EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE LA MADRE TERESA DE CALCUTA

 MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

A LA HERMANA MARY PREMA PIERICK, SUPERIORA GENERAL

DE LAS MISIONERAS DE LA CARIDAD, POR EL CENTENARIO

DEL NACIMIENTO DE LA MADRE TERESA DE CALCUTA

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Envío un cordial saludo a usted y a todas las Misioneras de la Caridad al inicio de las celebraciones del centenario del nacimiento de la beata madre Teresa, fundadora de vuestra congregación y modelo ejemplar de virtud cristiana. Espero que este año sea para la Iglesia y para el mundo una ocasión de gozosa gratitud a Dios por el don inestimable que la madre Teresa fue durante su vida y sigue siendo a través de la obra amorosa e incansable que realizáis vosotras, sus hijas espirituales.

Al prepararos para este año, os habéis esforzado por acercaros más aún a la persona de Jesús, cuya sed de almas apagáis sirviéndole a él en los más pobres entre los pobres. Habiendo respondido con confianza a la llamada directa del Señor, la madre Teresa ejemplificó ante el mundo de modo excelente las palabras de san Juan: «Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4, 11-12).

Que este amor os siga impulsando a vosotras, Misioneras de la Caridad, a entregaros con generosidad a Jesús, a quien veis y servís en los pobres, las personas solas y los abandonados. Os animo a beber constantemente de la espiritualidad y el ejemplo de la madre Teresa y, siguiendo sus huellas, a acoger la invitación de Cristo: «Ven, sé mi luz». Uniéndome espiritualmente a las celebraciones del centenario, con gran afecto en el Señor imparto de corazón a las Misioneras de la Caridad y a todos aquellos a quienes servís, mi paternal bendición apostólica.

31/08/2005 – EL ESFUERZO HUMANO ES INÚTIL SIN DIOS (SALMO 126)

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 31 de agosto de 2005

EL ESFUERZO HUMANO ES INÚTIL SIN DIOS

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1. El salmo 126, que se acaba de proclamar, nos presenta un espectáculo en movimiento: una casa en construcción, la ciudad con sus centinelas, la vida de las familias, las vigilias nocturnas, el trabajo diario, los pequeños y grandes secretos de la existencia. Pero sobre todo ello se eleva una presencia decisiva, la del Señor que se cierne sobre las obras del hombre, como sugiere el inicio incisivo del Salmo: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (v. 1).

Ciertamente, una sociedad sólida nace del compromiso de todos sus miembros, pero necesita la bendición y la ayuda de Dios, que por desgracia a menudo se ve excluido o ignorado. El libro de los Proverbios subraya el primado de la acción divina para el bienestar de una comunidad y lo hace de modo radical, afirmando que «la bendición del Señor es la que enriquece, y nada le añade el trabajo a que obliga» (Pr 10, 22).

2. Este salmo sapiencial, fruto de la meditación sobre la realidad de la vida de todo hombre, está construido fundamentalmente sobre un contraste:

  • sin el Señor, en vano se intenta construir una casa estable, edificar una ciudad segura, hacer que el propio esfuerzo dé fruto (cf. Sal 126, 1-2).
  • En cambio, con el Señor se tiene prosperidad y fecundidad, una familia con muchos hijos y serena, una ciudad bien fortificada y defendida, libre de peligros e inseguridades (cf. vv. 3-5).

El texto comienza aludiendo al Señor representado como constructor de la casa y centinela que vela por la ciudad (cf. Sal 120, 1-8). El hombre sale por la mañana a trabajar para sustentar a su familia y contribuir al desarrollo de la sociedad. Es un trabajo que ocupa sus energías, provocando el sudor de su frente (cf. Gn 3, 19) a lo largo de toda la jornada (cf. Sal 126, 2).

3. Pues bien, el salmista, aun reconociendo la importancia del trabajo, no duda en afirmar que todo ese trabajo es inútil si Dios no está al lado del que lo realiza. Y, por el contrario, afirma que Dios premia incluso el sueño de sus amigos. Así el salmista quiere exaltar el primado de la gracia divina, que da consistencia y valor a la actividad humana, aunque esté marcada por el límite y la caducidad.

En el abandono sereno y fiel de nuestra libertad al Señor, también nuestras obras se vuelven sólidas, capaces de un fruto permanente. Así nuestro «sueño» se transforma en un descanso bendecido por Dios, destinado a sellar una actividad que tiene sentido y consistencia.

4. En este punto, el salmo nos presenta otra escena. El Señor ofrece el don de los hijos, considerados como una bendición y una gracia, signo de la vida que continúa y de la historia de la salvación orientada hacia nuevas etapas (cf. v. 3). El salmista destaca, en particular, a «los hijos de la juventud»: el padre que ha tenido hijos en su juventud no sólo los verá en todo su vigor, sino que además ellos serán su apoyo en la vejez. Así podrá afrontar con seguridad el futuro, como un guerrero armado con las «saetas» afiladas y victoriosas que son los hijos (cf. vv. 4-5).

Esta imagen, tomada de la cultura del tiempo, tiene como finalidad celebrar la seguridad, la estabilidad, la fuerza de una familia numerosa, como se repetirá en el salmo sucesivo -el 127-, en el que se presenta el retrato de una familia feliz.

El cuadro final describe a un padre rodeado por sus hijos, que es recibido con respeto a las puertas de la ciudad, sede de la vida pública. Así pues, la generación es un don que aporta vida y bienestar a la sociedad. Somos conscientes de ello en nuestros días al ver naciones a las que el descenso demográfico priva de lozanía, de energías, del futuro encarnado por los hijos. Sin embargo, sobre todo ello se eleva la presencia de Dios que bendice, fuente de vida y de esperanza.

5. Los autores espirituales han usado a menudo el salmo 126 precisamente con el fin de exaltar esa presencia divina, decisiva para avanzar por el camino del bien y del reino de Dios. Así, el monje Isaías (que murió en Gaza en el año 491), en su Asceticon (Logos 4, 118), recordando el ejemplo de los antiguos patriarcas y profetas, enseña: «Se situaron bajo la protección de Dios, implorando su ayuda, sin poner su confianza en los esfuerzos que realizaban. Y la protección de Dios fue para ellos una ciudad fortificada, porque sabían que nada podían sin la ayuda de Dios, y su humildad les impulsaba a decir, con el salmista: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas»» (Recueil ascétique, Abbaye de Bellefontaine 1976, pp. 74-75).

Eso vale también para hoy: sólo la comunión con el Señor puede custodiar nuestras casas y nuestras ciudades.


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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, especialmente a las Siervas de María Ministras de los Enfermos y a los Legionarios de Cristo; a los fieles diocesanos llegados de España; a los de San Juan de Puerto Rico, acompañados por su arzobispo, mons. Roberto Octavio González, así como a los demás peregrinos latinoamericanos. Poneos siempre bajo la protección de Dios e implorad su asistencia.

(A los polacos en el 25° aniversario de la fundación del sindicato «Solidaridad»)
Doy las gracias a la divina Providencia por el soplo de un nuevo espíritu que este movimiento llevó a las vicisitudes de la Europa contemporánea. Que Dios bendiga a todos los que trabajaron por la promoción de la justicia social y por el bien de los obreros. Os bendigo a vosotros y a vuestros seres queridos. ¡Alabado sea Jesucristo!

A los fieles húngaros y eslovacos les recordó el comienzo del año escolar en estos próximos días, y les impartió su bendición, en especial a los jóvenes.

(En italiano)
Mi saludo va finalmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados.

  • Os exhorto, queridos jóvenes, a poner a Jesús en el centro de vuestra vida, para que seáis verdaderos testigos de esperanza y de paz.
  • Vosotros, queridos enfermos, acoged con fe el misterio del dolor a ejemplo de Aquel que murió en la cruz por la redención de todos los hombres.
  • Y vosotros, queridos recién casados, tomad cada día del Señor la fuerza espiritual para que vuestro amor sea auténtico, duradero y abierto a los demás.

17/08/2005 – DIOS, ALEGRÍA Y ESPERANZA NUESTRA, SALMO 125

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 17 de agosto de 2005

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DIOS, ALEGRÍA Y ESPERANZA NUESTRA

1. Al escuchar las palabras del salmo 125 se tiene la impresión de contemplar con los propios ojos el acontecimiento cantado en la segunda parte del libro de Isaías:  el «nuevo éxodo». Es el regreso de Israel del exilio babilónico a la tierra de los padres, tras el edicto del rey persa Ciro en el año 558 a.C. Entonces se repitió la experiencia gozosa del primer éxodo, cuando el pueblo hebreo fue liberado de la esclavitud egipcia.

Este salmo cobraba un significado particular cuando se cantaba en los días en que Israel se sentía amenazado y atemorizado, porque debía afrontar de nuevo una prueba. En efecto, el Salmo comprende una oración por el regreso de los prisioneros del momento (cf. v. 4). Así, se transforma en una oración del pueblo de Dios en su itinerario histórico, lleno de peligros y pruebas, pero siempre abierto a la confianza en Dios salvador y liberador, defensor de los débiles y los oprimidos.

2. El Salmo introduce en un clima de júbilo:  se sonríe, se festeja la libertad obtenida, afloran a los labios cantos de alegría (cf. vv. 1-2).

La reacción ante la libertad recuperada es doble. Por un lado, las naciones paganas reconocen la grandeza del Dios de Israel:  «El Señor ha estado grande con ellos» (v. 2). La salvación del pueblo elegido se convierte en una prueba nítida de la existencia eficaz y poderosa de Dios, presente y activo en la historia. Por otro lado, es el pueblo de Dios el que profesa su fe en el Señor que salva:  «El Señor ha estado grande con nosotros» (v. 3).

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3. El pensamiento va después al pasado, revivido con un estremecimiento de miedo y amargura. Centremos nuestra atención en la imagen agrícola que usa el salmista:  «Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares» (v. 5). Bajo el peso del trabajo, a veces el rostro se cubre de lágrimas:  se está realizando una siembra fatigosa, que tal vez resulte inútil e infructuosa. Pero, cuando llega la cosecha abundante y gozosa, se descubre que el dolor ha sido fecundo.
En este versículo del Salmo se condensa la gran lección sobre el misterio de fecundidad y de vida que puede encerrar el sufrimiento. Precisamente como dijo Jesús en vísperas de su pasión y muerte:  «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24).

4. El horizonte del Salmo se abre así a la cosecha festiva, símbolo de la alegría engendrada por la libertad, la paz y la prosperidad, que son fruto de la bendición divina. Así pues, esta oración es un canto de esperanza, al que se puede recurrir cuando se está inmerso en el tiempo de la prueba, del miedo, de la amenaza externa y de la opresión interior.

Pero puede convertirse también en una exhortación más general a vivir la vida y hacer las opciones en un clima de fidelidad. La perseverancia en el bien, aunque encuentre incomprensiones y obstáculos, al final llega siempre a una meta de luz, de fecundidad y de paz.

Es lo que san Pablo recordaba a los Gálatas «El que siembra en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna. No nos cansemos de obrar el bien; que a su tiempo nos vendrá la cosecha si no desfallecemos» (Ga 6, 8-9).

5. Concluyamos con una reflexión de san Beda el Venerable (672-735) sobre el salmo 125 comentando las palabras con que Jesús anunció a sus discípulos la tristeza que les esperaba y, al mismo tiempo, la alegría que brotaría de su aflicción (cf. Jn 16, 20).

Beda recuerda que «lloraban y se lamentaban los que amaban a Cristo cuando vieron que los enemigos lo prendieron, lo ataron, lo llevaron a juicio, lo condenaron, lo flagelaron, se burlaron de él y, por último, lo crucificaron, lo hirieron con la lanza y lo sepultaron. Al contrario, los que amaban el mundo se alegraban (…) cuando condenaron a una muerte infamante a aquel que les molestaba sólo al verlo. Los discípulos se entristecieron por la muerte del Señor, pero, conocida su resurrección, su tristeza se convirtió en alegría; visto después el prodigio de la Ascensión, con mayor alegría todavía alababan y bendecían al Señor, como testimonia el evangelista san Lucas (cf. Lc 24, 53). Pero estas palabras del Señor se pueden aplicar a todos los fieles que, a través de las lágrimas y las aflicciones del mundo, tratan de llegar a las alegrías eternas, y que con razón ahora lloran y están tristes, porque no pueden ver aún a aquel que aman, y porque, mientras estén en el cuerpo, saben que están lejos de la patria y del reino, aunque estén seguros de llegar al premio a través de las fatigas y las luchas. Su tristeza se convertirá en alegría cuando, terminada la lucha de esta vida, reciban la recompensa de la vida eterna, según lo que dice el Salmo:  «Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares»» (Omelie sul Vangelo, 2, 13:  Collana di Testi Patristici, XC, Roma 1990, pp. 379-380).


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Saludos

Saludo con afecto a los peregrinos de España y Latinoamérica, particularmente a los fieles de la parroquia de Nuestra Señora del Socorro, de Aspe, y a los miembros de la delegación del Sevilla Fútbol Club. Que el Señor sea siempre vuestra alegría y esperanza. ¡Gracias por vuestra presencia!

(En italiano)
Saludo ahora a los peregrinos de lengua italiana. De modo especial me dirijo a los jóvenes, a los ancianos y a los enfermos, a las familias y a los recién casados. A todos os ruego que me acompañéis con la oración en la peregrinación apostólica que iniciaré mañana para participar en Colonia en la Jornada mundial de la juventud. Se trata de una importante cita eclesial que todos deseamos produzca abundantes frutos espirituales para toda la Iglesia, que cuenta mucho con el compromiso y el testimonio evangélico de los jóvenes.


Oración del Papa por Frère Roger Schutz

Hemos hablado de tristeza y al mismo tiempo de alegría. En realidad, he recibido esta mañana una noticia muy triste, dramática. Ayer, por la tarde, durante las vísperas, el querido Frère Roger Schutz, fundador de la Comunidad de Taizé, fue acuchillado y asesinado, probablemente por una desequilibrada. Esta noticia me afecta profundamente, tanto más cuanto que precisamente ayer recibí una carta de Frère Roger muy conmovedora, muy cordial. En ella escribe que en el fondo de su corazón quiere decirme que «estamos en comunión con usted y con los que se encuentran reunidos en Colonia». Luego dice que, a causa de sus condiciones de salud, por desgracia no podía ir personalmente a Colonia, pero que estaría presente espiritualmente junto con sus hermanos. Al final me explica en esta carta que deseaba venir cuanto antes a Roma para encontrarse conmigo y decirme que «nuestra Comunidad de Taizé quiere caminar en comunión con el Santo Padre». Y luego escribe de su puño y letra:  «Santo Padre, le aseguro mis sentimientos de profunda comunión. Frère Roger de Taizé».

En este momento de tristeza sólo podemos encomendar a la bondad del Señor el alma de este fiel servidor suyo. Como acabamos de escuchar en el Salmo, sabemos que de la tristeza brotará la alegría:  Frère Schutz está en las manos de la bondad eterna, del amor eterno, ha llegado al gozo eterno. Él nos invita y exhorta a ser siempre trabajadores fieles en la viña del Señor, incluso en situaciones tristes, seguros de que el Señor nos acompaña y nos dará su alegría.

03/08/2005 – EL SEÑOR VELA POR SU PUEBLO (SALMO 124)

BENEDICTO XVI

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 3 de agosto de 2005

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El Señor vela por su pueblo

Queridos hermanos y hermanas:

1. En nuestro encuentro, que tiene lugar después de mis vacaciones, pasadas en el Valle de Aosta, reanudamos el itinerario que estamos recorriendo dentro de la liturgia de las Vísperas. Ahora la atención se centra en el salmo 124, que forma parte de la intensa y sugestiva  colección llamada «Canción de las subidas»,  libro ideal de oraciones para la peregrinación  a  Sión con vistas al encuentro  con el Señor en el templo (cf. Sal 119-133).

Ahora meditaremos brevemente sobre un texto sapiencial, que suscita la confianza en el Señor y contiene una breve oración (cf. Sal 124, 4). La primera frase proclama la estabilidad de «los que confían en el Señor», comparándola con la estabilidad «rocosa» y segura del «monte Sión»,  la cual, evidentemente, se debe a la presencia de Dios, que es «roca, fortaleza, peña, refugio, escudo, baluarte y fuerza de salvación» (cf. Sal 17, 3). Aunque el creyente se sienta aislado y rodeado por peligros y amenazas, su fe debe ser serena, porque el Señor está siempre con nosotros. Su fuerza nos rodea y nos protege.

También el profeta Isaías testimonia que escuchó de labios de Dios estas palabras destinadas a los fieles:  «He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental:  quien tuviere fe en ella, no vacilará» (Is 28, 16).

2. Sin embargo, continúa el salmista, la confianza del fiel tiene un apoyo ulterior:  el Señor ha acampado para defender a su pueblo, precisamente como las montañas rodean a Jerusalén, haciendo de ella una ciudad fortificada con bastiones naturales (cf. Sal 124, 2). En una profecía de Zacarías, Dios dice de Jerusalén:  «Yo seré para ella muralla de fuego en torno, y dentro de ella seré gloria» (Za 2, 9).

En este clima de confianza radical, que es el clima de la fe, el salmista tranquiliza «a los justos», es decir, a los creyentes. Su situación puede ser preocupante a causa de la prepotencia de los malvados, que quieren imponer su dominio. Los justos tendrían incluso la tentación de transformarse en cómplices del mal para evitar graves inconvenientes, pero el Señor los protege de la opresión:  «No pesará el cetro de los malvados sobre el lote de los justos» (Sal 124, 3); al mismo tiempo, los libra de la tentación de que «extiendan su mano a la maldad» (Sal 124, 3).

Así pues, el Salmo infunde en el alma una profunda confianza. Es una gran ayuda para afrontar las situaciones difíciles, cuando a la crisis externa del aislamiento, de la ironía y del desprecio en relación con los creyentes se añade la crisis interna del desaliento, de la mediocridad y del cansancio. Conocemos esta situación, pero el Salmo nos dice que si tenemos confianza somos más fuertes que esos males.

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3. El final del Salmo contiene una invocación dirigida al Señor en favor de los «buenos» y de los «sinceros de corazón» (v. 4), y un anuncio de desventura para «los que se desvían por sendas tortuosas» (v. 5). Por un lado, el salmista pide al Señor que se manifieste como padre amoroso con los justos y los fieles que mantienen encendida la llama de la rectitud de vida y de la buena conciencia. Por otro, espera que se revele como juez justo ante quienes se han desviado por las sendas tortuosas del mal, cuyo desenlace es la muerte.

El Salmo termina con el tradicional saludo shalom, «paz a Israel», un saludo que tiene asonancia con Jerushalajim, Jerusalén (cf. v. 2),  la ciudad símbolo de paz y de santidad. Es un saludo que se transforma en deseo de esperanza. Podemos  explicitarlo con las palabras de san Pablo:  «Para todos los que se sometan a esta regla, paz y misericordia, lo mismo que para el Israel de Dios» (Ga 6, 16).

4. En su comentario a este salmo, san Agustín contrapone «los que se desvían por sendas tortuosas» a «los que son sinceros de corazón y no se alejan de Dios». Dado que los primeros correrán la «suerte de los malvados», ¿cuál será la suerte de los «sinceros de corazón»? Con la esperanza de compartir él mismo, junto con sus oyentes, el destino feliz de estos últimos, el Obispo de Hipona se pregunta:  «¿Qué poseeremos? ¿Cuál será nuestra herencia? ¿Cuál será nuestra patria? ¿Cómo se llama?». Y él mismo responde, indicando su nombre -hago mías estas palabras-:  «Paz. Con el deseo de paz os saludamos; la paz os anunciamos; los montes reciben la paz, mientras sobre los collados se propaga la justicia (cf. Sal 71, 3). Ahora nuestra paz es Cristo:  «Él es nuestra paz» (Ef 2, 14)» (Esposizioni sui Salmi, IV, Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 105).

San Agustín concluye con una exhortación que es, al mismo tiempo, también un deseo:  «Seamos el Israel de Dios; abracemos con fuerza la paz, porque Jerusalén significa visión de paz, y nosotros somos Israel:  el Israel sobre el cual reina la paz» (ib., p. 107), la paz de Cristo.


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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de España y Latinoamérica, especialmente a las Hijas de la Pasión, a los miembros de Schönstatt y Regnum Christi, así como a los fieles de Chile, México y Perú. Confiados en el Señor, desead la paz, anunciad la paz, construid la paz. Sois el pueblo del Señor y vuestra paz es Cristo.

(A los grupos de jóvenes procedentes de Brasil)

El clima de oración de este encuentro nos estimula a vivir serena y confiadamente, con la certeza de que Cristo, «nuestra paz», vive con nosotros y por nosotros. Saludo con especial afecto a los peregrinos de lengua portuguesa aquí presentes, y en particular a los que vienen de Portugal, así como a un grupo de jóvenes del movimiento de Schönstatt y a otro proveniente de Sao Paulo (Brasil). Abrazo a todos con particular simpatía y, al renovar mi invitación a encontrarnos en Colonia para la Jornada mundial de la Juventud, imparto de corazón mi bendición apostólica.

(A los peregrinos polacos)

Mañana es la memoria de san Juan María Vianney, párroco de Ars. Por su intercesión pidamos a Dios muchos y santos sacerdotes, pues la Iglesia hoy tiene mucha necesidad de ellos. Dios os bendiga.

(En italiano)

Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. La liturgia recuerda mañana a un sacerdote muy amado por sus contemporáneos:  san Juan María Vianney, el santo cura de Ars. Queridos hermanos, que su ejemplo sirva a todos de estímulo e impulso para corresponder generosamente a la gracia divina.